marzo 23, 2020

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Dekomeron ›   Jorge Benítez ›  


El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 10)

El cuento de Lucía Taboada les recordó al relato La nariz, de Gógol. El encierro estaba afilando la capacidad de asociación de los recluidos. Una hiperexcitación metafórica, delirante y voluptuosa, se iba adueñando de todos ellos. Silvia Cruz vivía las taciturnas reuniones nocturnas en el salón como un tablao flamenco; Utrilla imaginaba arenques lituanos en los torreznos del desayuno; Flako confundía el sumidero de la cocina con una alcantarilla y calculaba cuántos bancos podría atracar en la ciudad fantasma; Virginia Mendoza se tocó el lóbulo de la oreja, precibió con asombro un roce metálico y creyó escuchó el repicar de una campana. Jorge Benítez vio por la mañana una lagartija cruzando el patio y no abrió la boca en todo el día.

Por la noche, contó el siguiente relato:

 

 

CAPÍTULO 10: KOMODO
JORGE BENÍTEZ
De cómo todo lo que aparece, desaparece

 

 

La primicia de la aparición del primer dragón de Komodo en Madrid la dio un becario del cuarto periódico de la capital.

“Han visto un lagarto gigante en la calle Ballesta. Ve, habla con los vecinos y el Seprona. Lo daremos a dos columnas”, fueron las palabras del jefe de la sección de Local por teléfono. Cuando el becario se presentó en el lugar, un círculo de gente rodeaba al animal. Los vecinos asistían presos de la curiosidad, amputada durante los meses de reclusión, y observaban en silencio al dragón con la devoción de unos cofrades ante un Cristo de Semana Santa.  

El silencio se interrumpió con una frase que sonó como un susurro y provocó que todos dieran un paso para atrás: “He leído en Google que este bicho es venenoso.”

Así fue como el becario Sánchez Lobo escribió una noticia que al final ocupó media página en de su diario. Nadie podía imaginar al cierre de la edición que el artículo “Un dragón de Komodo aparece en Chueca ante el estupor del vecindario” sería el más leído del año de toda la prensa española con 2.987.578 visitas en su versión web. Ni que esta información haría que Sánchez Lobo dejara de ser becario gracias a un contrato indefinido y una paga mensual de 955 euros. 

Sin ser consciente de ello, este joven diabético, honorable y virgen, pasaba a la historia del periodismo gracias a un lagarto gigante de la calle Ballesta. Al igual que Riccardo Ehrman, el corresponsal italiano en Berlín que había conseguido derribar el Muro en 1989 con tan sólo una pregunta, Sánchez Lobo era el primero en contar el hecho más extraordinario en la historia de Madrid.

El segundo dragón de Komodo apareció poco después en el templo de Debod. No se movía, dormitaba puesto a secar al sol, mientras la gente lo acribillaba a fotos con el móvil. No hubo ningún incidente, salvo cuando se acercó un coche de la Policía. El ruido de la sirena provocó de repente que el animal girara sobre sí mismo haciendo una pirueta. Esa reacción derivó en el desmayo de una señora que pasaba por allí. 

Un equipo de empleados del Zoo, con ayuda de dos agentes municipales, consiguieron enjaular al dragón y llevárselo escoltado por los aplausos del público.

La primera teoría de la aparición de los dragones de Komodo manejada por investigadores y frikis tuvo como escenario una discoteca muy dada a exhibir animales en su vestíbulo. Si bien esta pista fue desacreditada por Sánchez Lobo en su artículo del día siguiente (el tercero en su carrera). En el texto, los dueños de la sala Frenesí declararon que ellos tenían solo un par de pitones albinas y negaban cualquier vinculación con ningún dragón de Komodo.

También se especuló que pudieran estar relacionados con un circo que meses antes había visitado la ciudad. Nuevo desmentido. A finales de semana, la Policía hizo una redada en un restaurante chino que actuaba como tapadera de una mafia de tráfico de animales exóticos. Sus dueños fueron exonerados a las pocas horas tras su declaración. En el local no se encontraron heces de dragón ni restos de ciervo o de cerdo, dieta básica de estos saurópsidos.

Curiosamente el caso dio un giro desconcertante porque si se desconocía el principio de esta historia tampoco parecía vislumbrarse el final. El mismo espécimen retirado en el Templo de Debod --con un peso de 71 kilos y una longitud de tres metros-- volvió a ser visto de nuevo en el monumento egipcio “a las seis y cinco de la mañana”, según el testimonio del barrendero Luis M.

Pero no solo eso.

Un tercer dragón apareció el sábado siguiente en el andén 14 de la estación de Chamartín, lo que impidió que un tren con destino a Valladolid pudiera iniciar su marcha. 

En el siguiente mes, los madrileños se encontraron con otros seis ejemplares diseminados por sus calles. 

Una web de noticias sensacionalistas publicó que este suceso formaba parte de una perfomance protagonizada por Leo Bassi, pero éste desmintió la acusación en una rueda de prensa. Otra información, que más tarde fue tildada de falsa, dijo que se trataba de una campaña de publicidad del estreno de una próxima película de animación de la factoría Disney.

Lo cierto es que los dragones se mostraban en todo momento dóciles, ajenos a la expectación mediática. Jugaban con las moscas y su lengua bífida solamente era mostrada cuando algún conductor abusaba del claxon en un atasco cercano. Uno incluso, el avistado en la plaza de Prosperidad, se dejó acariciar por un niño autista ante el aplauso de los presentes.

En una operación coordinada entre Policía y Ejército la madrugada del siguiente viernes todos los dragones fueron retirados de la vía pública. No consta en los informes que presentaran ningún tipo de resistencia. De nuevo, a la mañana siguiente, aparecieron todos en el mismo sitio provocando el escarnio parlamentario de los ministros de Interior y Defensa. Volvió a repetirse el intento de secuestro a la noche siguiente, aunque sucedió de nuevo lo mismo. Los dragones pastaban su pachorra en los mismos lugares como si nada hubiera sucedido. 

La misión fue abortada.

Lo que era incredulidad se convirtió en rutina, por tanto en normalidad. Hasta que un día, el concejal de Cultura del Ayuntamiento decidió sacar algo de rédito político y sorprendió a todos declarando a estos lagartos de la familia de los varánidos bien de interés cultural. Medida, por cierto, muy aplaudida por ecologistas y empresarios hosteleros que trabajaban en el área de influencia de los dragones. 

El miedo se convertía en dinero y con dinero uno tiene menos miedo. Prueba de ello es que el dragón aparecido junto a la estatua del Ángel Caído del Parque del Retiro era visitado cada día por miles de turistas. Los abuelos le tiraban migas de pan y una conocida cadena de hamburguesas dejaba sus productos a su vera con fines publicitarios. Este dragón rodeado de hamburguesas con queso fue un hit en Instagram y acabó protagonizando la campaña de una conocida marca de sofás. El lema decía algo así: "Sofás Yecla, los sofás más kómodos". Y aparecía el dragón repantingando en un cheslong.

Uno de los dragones, asentado en el barrio de Los Ángeles, en el distrito de Villaverde, fue llevado al Santiago Bernabéu para realizar un saque de honor en un partido de Liga entre el Real Madrid y el Real Zaragoza, con victoria visitante por 1 a 2.

Como los madrileños habían gastado todas sus reservas de miedo en la larga cuarentena que habían sufrido, poco a poco se fue permitiendo a estos visitantes formar parte del ecosistema de la ciudad. Semejante hospitalidad derivó incluso en una propuesta en Change.org en la que se pedía que el oso del escudo de la ciudad fuera sustituido por un dragón de Komodo apoyado en un madroño. Como desde hacía siglos en Madrid no había osos (ni madroños) y ahora sí que había dragones de Komodo, esta iniciativa tuvo un notable apoyo popular. 

Desafortunadamente, el cambio del escudo fue vetado por culpa de una queja diplomática. El embajador de Indonesia exigió al gobierno de la nación el reconocimiento oficial de que los dragones como originarios de la isla de Komodo estaban sujetos a la soberanía de su país. 

Esto no impidió que los dragones fueran un símbolo tan castizo como el chocolate con churros. En los meses siguientes sustituyeron al Museo del Prado como el activo turístico más visitado de Madrid. El furor despertado alrededor suyo hizo crecer el PIB regional un 2%. Tanto que en los siguientes Carnavales el disfraz de dragón de Komodo fue el más popular, sólo superado por el de coronavirus. 

El último artículo de Sánchez Lobo sobre los dragones data del 29 de marzo de 2021, cuando anunció que el lagarto censado en el teatro de La Latina había desaparecido misteriosamente. Durante los días siguientes, los dragones restantes dejaron de ocupar sus esquinas sin que nadie supiera su destino. De nada valieron las patrullas que examinaron el alcantarillado de la ciudad. No había rastro de ellos. 

La tarde que desapareció el último, Sánchez Lobo presentó ante la sorpresa de sus jefes su renuncia en el periódico. Lo último que se supo de él es que había montado una tienda de encurtidos.

En la búsqueda de los dragones la tecnología no fue de demasiada utilidad a pesar de que a estos se les había instalado un chip con GPS. El dispositivo no funcionaba. Al menos de inicio. Tras un testeo en un laboratorio, se descubrió que cada uno de los localizadores emitía una frecuencia, pero que no correspondía a ninguna coordenada. Se procedió al estudio de la cadencia rítmica registrada y un investigador, que cursaba segundo de solfeo en el Conservatorio, logró identificarla. 

La emisión ultrasónica eran unos compases, que no resultaron aleatorios, sino que correspondían a un bolero. Este había sido escrito por el compositor Agustín Lara y estrenado por la cantante mexicana Ana María González en 1941. Su título: ‘Solamente una vez’.

 

Sigue leyendo el capítulo 11

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Jorge Benítez es autor de Nieve negra

marzo 22, 2020

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El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 9)

Los ladridos lejanos de los perros sonaron a aullidos de hiena. Que los perros se convirtiesen en hienas era fruto del cuento de Ander Izagirre, y todos celebraron esa metamorfosis sensorial como un éxito de la literatura: ya se sabe que un coro de escritores tiende siempre a ponerse estupendo. Preferían atribuir esa alucinación al poder evocador de la literatura que al miedo desnudo a la peste.

Habían fijado una norma sagrada la primera noche de confinamiento: cada uno contaría su cuento cuando quisiese, sin presión del grupo. Nadie podía pedir en voz alta que otra persona tomara la palabra. Por esa razón, nadie esa noche pronunció su nombre, pero todos hicieron trampas con sus miradas: confiaban en culminar la primera semana de confinamiento con una dosis del humor luminoso de Lucía Taboada.

Como si locutase en directo desde el estudio de Gran Vía de la cadena Ser, Lucía acercó su cabeza a un micrófono inexistente y comenzó su relato:


 

 

EL INEFABLE OCHO
LUCÍA TABOADA
De cómo un dedo pérdido marca el camino

 

Cuando tenía ocho años perdí un dedo. Pensaréis que uno puede perder el teléfono, la cartera, las llaves, pero que no es nada fácil perder un dedo. Pues yo lo perdí. Me corté con la motosierra de mi padre y el dedo salió despedido como un proyectil más allá de la valla del jardín. Recuerdo la sangre brotando a borbotones sobre toda esta hierba verde y amarilla. Aquello parecía un cuadro de Piet Mondrian. Rebuscaron durante horas entre chaparros y maleza pero nunca apareció; como si se lo hubiese tragado la tierra. Mi teoría es que, en realidad, se lo tragó el perro. Así que ahora cuando alguien ve mi muñón y me pregunta, o se queda mirándolo durante segundos sin atreverse a decir nada, tomo la iniciativa y digo que lo perdí. Entonces me miran todavía peor.

Desde que perdí mi dedo corazón creo firmemente que la mala suerte me persigue, así que he ideado una serie de pequeños rituales para combatirla, como Jack Nicholson en ‘Mejor Imposible’. Por ejemplo, antes de dormir apago y enciendo las luces de la habitación ocho veces, justo la edad que tenía cuando me quedé con nueve dedos. También cierro y abro las puertas del armario ocho veces. Y doy ocho pasos, ni uno más, ni uno menos, desde el armario a la cama.

Durante unos meses viví en un apartamento tan minúsculo en Sand Hill Road que la distancia entre el armario y la cama apenas sumaba cuatro pasos. Para poder cumplir con mi rutina andaba de puntillas, con los pies completamente arqueados. Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Como consecuencia de este esfuerzo ímprobo me fracturé el quinto metatarsiano del pie derecho dos veces. En el hospital expliqué en sendas ocasiones que practicaba ballet siguiendo el tutorial de Youtube. No quería que me tomasen por loco, ni mucho menos por obsesivo.

Con Gilda, sin embargo, nunca tuve la necesidad de ocultar, ni de aparentar nada. La conocí hace dos años. Yo estudiaba derecho en la biblioteca del campus universitario. Mi madre me suele aconsejar que deje de arquearme al sentarme, que de lo contrario me saldrá una joroba prominente, así que siempre procuro estudiar derecho.

—Perdona, ¿qué opinas de la crisis de los misiles de Cuba?— me preguntó.

Levanté la vista y allí estaba, tremendamente escuálida. Tenía la piel pálida, el pelo cobrizo y alborotado, los ojos metidos hacia dentro, como si hubiesen caído dos meteoritos sobre su cara y hubiesen generado dos cráteres pequeños. Llevaba unos jeans desgastados, unas adidas todavía más viejas y una camiseta de una cadena de ferreterías. Era, sin ninguna duda, estalinista.

—Si quieres hablamos del estancamiento brezhneviano, lo domino más que la crisis de los misiles de Cuba— respondí.

Durante semanas quedamos a las ocho en punto de la tarde para dar un paseo por el parque, explorarnos mutuamente y hablar de la URSS. Con el tiempo descubrí que Gilda soportaba mis manías y no me juzgaba. Al contrario, alguna vez la observé enumerando entre susurros sus pasos al andar, “uno, dos, tres, cuatro…”. Al cabo de unos meses me pareció una cuestión de pura cortesía pedirle matrimonio. Dijo sí. Así que nos casamos un día de primavera ante cinco testigos, mis dos padres, los suyos, y mi tía Clarence.

No sé si Gilda es la mujer de mi vida, ni siquiera sé muy bien qué significa que alguien sea la mujer de tu vida: ¿Invalida eso al resto de mujeres que ves por la calle? ¿Qué pasa con mi madre, por ejemplo? ¿Y con mi tía? ¿O con la señorita del noticiero de la ESPN por la que siento una tremenda pulsión sexual? A veces, la simple idea de que la escuálida cara de Gilda sea lo que último que vea cuando exhale mi aliento final me horroriza. Otras veces siento que tengo que ser consecuente con mis decisiones.  

Gilda y yo tuvimos un hijo hace un año. Le llamamos Nikita, por Jruschov. Nikita nació con nueve dedos.

 

 

Sigue leyendo el capítulo 10

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Lucía Taboada es autora de Como siempre, lo de siempre

marzo 21, 2020

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Ander Izagirre ›   Dekomerón ›  


El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 8)

"Estas crisis sacan lo peor y lo mejor de la gente" era una frase que se extendía a la velocidad de la peste y contra la cual tampoco se había encontrado todavía ninguna cura. Lo que estaba claro, cumplida la primera semana de confinamiento, era que el coro de periodistas buscaba la inspiración de sus cuentos en su lado más oscuro, o tal vez fuera solo gamberro. El cuento de Marta de la noche anterior dio lugar a una animada conversación darwinista sobre la pérdida de cosas queridas que nos harían más fuertes. Había que escucharles, a ese grupo de antiguos socialdemócratas, afilando los colmillos. Había que leer, cuando llegaba la cobertura, a esos twiteros liberales pidiéndole al Estado más músculo. 

"Es importante mantener la desconfianza genética que nos ha traído con éxito hasta aquí" —resumió Ander Izagirre, que pasaba los días encima de un taburete, agitando las piernas en bucle como si pedaleara una bici imaginaria.

Entre sofocos, como si ascendiera el Mortirolo en triciclo, uf, uf, comenzó a contar su historia:

 

TRANQUILA, SEÑORA, NO HAY HIENAS
ANDER IZAGIRRE
De cómo y cuándo debemos saludar a un extraño

 

Nunca me fié de la naturaleza. En cuanto salía de mi barrio y pisaba el monte, empezaban las señales de alerta: me saludaban los extraños, por ejemplo, como si quisieran avisarme de algo.

Esto siempre me inquietó un poco.

En aquellos tiempos anteriores a la cuarentena, caminaba por las calles de mi barrio de Gros, me cruzaba con desconocidos y no me saludaba con ninguno. Enseguida, en cuanto llegaba a los senderos del monte Ulía, me cruzaba con desconocidos y me saludaba con todos. Entre el saludo impensable y el saludo indudable solo había diez minutos a pie.

Entonces, ¿dónde estaba la frontera? ¿A partir de qué punto los desconocidos empezábamos a saludarnos? ¿Cuándo debía decirle “epa” a un extraño y cuándo debía ignorarlo?

Pasé un tiempo observando estas ceremonias y ahora puedo decir que el territorio de la ignorancia mutua -es decir: el territorio urbano- llega hasta la parte alta de la calle Zemoria. En la parte baja de la calle Zemoria, junto a la gasolinera, saludar a un extraño crearía una situación embarazosa (“perdón, ¿nos conocemos?”), recelosa (“¿este tío qué quiere de mí?”) o muy alarmante (“¿este pirado no es aquel ciclista nudista que salió en el periódico?”). Más arriba, donde acaban las casas de Zemoria, comienza una rampa de hormigón que sube junto a unos prados con huertas, ponis y cabras, todavía entre casas. Son los Doscientos Metros del Desconcierto Social. En esa zona gris había gente que saludaba y gente que no. Yo solía emitir un “ñe” entre dientes, que no comprometía ni significaba. Pero en cuanto caminaba cien metros más, ya por la pista de tierra que sube hacia la cumbre de Ulía, cada vez que me cruzaba con alguien sacudía la cabeza y soltaba un sonoro “epa”. Allí empezaba el territorio del reconocimiento mutuo; es decir: el territorio salvaje.

¿Y por qué en el monte, antes de la cuarentena, saludábamos a los extraños? Algunos amigos opinan que era por el sentido de pertenencia a un grupo: igual que los ciclistas se saludaban en la carretera, igual que los motoristas se daban ráfagas de luz o extendían dos dedos, los montañeros se saludaban y así se reconocían como miembros de una misma tribu.

Voy más allá: en el monte nos reconocíamos como humanos en territorio hostil. Dos donostiarras encontrándose en Ulía vivían la misma experiencia que dos Homo habilis encontrándose en la sabana africana hace dos millones de años. Aquellos homínidos harían gestos, saltarían y gruñirían para comunicarse algo así como “hola, amigo, cómo te va, por aquí todo bien, no he visto bestias, sigue tranquilo”. El paso de los milenios pulió el mensaje y lo simplificó hasta una forma primordial: “Epa”. Sí: nuestro “epa” significaba “hola, amigo, cómo te va, por aquí todo bien, no he visto bestias, sigue tranquilo”. Era una solidaridad ancestral, una complicidad de especie frente al mundo salvaje que nos esperaba más allá de Zemoria.

No es casual que en esta misma calle Zemoria funcionara un matadero hasta 1972. El matadero anterior estaba en la Parte Vieja, hasta que a finales del siglo XIX, con la ciudad en plena expansión, el Ayuntamiento quiso sacarlo del cogollo burgués y recolocarlo en los confines de San Sebastián. Los carniceros se quejaron por el nuevo emplazamiento en Zemoria (o “Cemoriya” o “Semoroya”): “Lo consideramos insalubre e infeccioso, rodeado de arenas movedizas que le dan mayor calor, lo que se notará en la descomposición de sebo, tripería y desperdicios; y la arena suelta impedirá el oreo de las reses sacrificadas”. Zemoria era el último puesto del mundo humano, una frontera en la que matábamos animales sin piedad -sebo, tripería, desperdicios- y enviábamos un mensaje a la malamadre naturaleza: hasta aquí, chiquita.

Por eso, en aquellos tiempos de aventuras locas previos a la cuarentena, yo traspasaba el límite de Zemoria, me adentraba en el monte y ya sabía que podía ser devorado. A la vista solo había lagartijas, gatos y gaviotas. Pero no me fiaba de ellos. Son hijos silenciosos y agazapados de saurios, grandes felinos y dinosaurios supervivientes. Es importante mantener la desconfianza genética que nos ha traído con éxito hasta aquí.

Y la solidaridad de especie. Por eso un día saludé a la señora de unos sesenta años con la que me crucé monte arriba. No está en edad de reproducirse, pensé, pero quizá en su casa ayuda a criar pequeños humanos. Es valiosa para nuestra lucha. Así que le dije “epa” y reforcé el mensaje con unos pensamientos telepáticos:

-Tranquila, señora, no he visto hienas en esta ladera. Y si salta una, pelearé con ella.

Me miró con cara de susto. No estoy seguro, puede que las frases telepáticas se me escaparan en voz alta. O puede que ella escuchara, como yo, algo que corría entre los arbustos. Me agaché, cogí una buena piedra y sonreí a la señora. Ella apresuró la marcha. Yo cubrí su retirada.

*

 

POSDATA: En la novela Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, una expedición recorre los desiertos texanos y mexicanos masacrando indios. Con ellos viaja el terrible juez Holden –“¿juez de qué?”-, un hombre espeluznante, que entre matanza y matanza se dedica a recoger rocas, plantas y animales, y a tomar notas en su cuaderno. Después de cazar unos pájaros y unas mariposas, uno de los expedicionarios le pregunta para qué lo hace. Holden responde:

 

            —Todo cuanto existe sin yo saberlo, existe sin mi aquiescencia.

 

Dirigió la vista hacia el bosque oscuro en el que acampaban. Señaló con la cabeza a los especímenes que había reunido.

          —Estas criaturas anónimas pueden parecer insignificantes en la inmensidad del mundo. Y sin embargo hasta la más pequeña miga puede devorarnos. La cosa más insignificante debajo de esa roca es ajena al saber humano. Solo la naturaleza puede esclavizarnos y solo cuando la existencia de toda entidad última haya sido descubierta y expuesta en su desnudez ante el hombre podrá éste considerarse soberano de la tierra (…).

        —Pero nadie puede hacerse conocedor de todo cuanto hay en el mundo.

        —El hombre que cree que los secretos del mundo están ocultos para siempre vive inmerso en el misterio y el miedo. La superstición acabará con él. La lluvia erosionará los actos de su vida. Pero el hombre que se impone la tarea de reconocer el hilo conductor del orden en el tapiz habrá asumido la responsabilidad del mundo y solo mediante esa asunción producirá el modo de dictar los términos de su propio destino.

        —No sé qué tiene que ver eso con cazar pájaros.

        —La libertad de los pájaros es un insulto. Yo los metería a todos en un zoológico.

 

Sigue leyendo el capítulo 9

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Ander Izagirre es autor de Potosí, Plomo en los bolsillos, Cansasuelos, Mi abuela y diez más, Beruna Patrikan, Amona eta beste hamar,  Los sótanos del mundo, Potosí, Pirenaica, Txernobil txiki bat etxe bakoitzean

marzo 20, 2020

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El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 7)

Nadie dijo nada, pero el relato de June dejó en el aire una duda inquietante. Es solo un cuento, intentaron consolarse.

Para oxigenar la noche, un puñado de Hooligans Ilustrados introdujo el fútbol en la conversación. Marta San Miguel fue categórica: habría que suspender la temporada y empezar el próximo año de cero. De esa manera, razonó sonriendo, el Racing de Santander, colista de segunda cuando llegó la peste, se salvaría del descenso. Siguió un pequeño alboroto.

—Si os soy sincera —zanjó Marta— yo hubiese preferido tener un futbolín para pasar las noches: me encanta ver a periodistas pasar por debajo de la mesa.

Tenía un brillo furioso en los ojos. Tensó los nudillos, como si estuviera calentando para echar una partida, hizo en al aire el gesto de meter una moneda en una ranura, golpeó dos veces una bola imaginaria en el canto de la mesa de la cocina, y lanzó su historia sobre los allí presentes:


 

EL CUADERNO DE RICK
MARTA SAN MIGUEL
De cómo la felicidad está en la resta

 

La primera vez que metió el papel en el bolsillo de mi traje, le dio dos golpes secos a la altura del pecho y me estiró la solapa. Supe enseguida que aquello era una advertencia más que un encargo. Luego me ordenó firmar aquí y aquí. ¿Te gusta?, dijo mirándome de arriba abajo. Asentí, y él volvió a ponerme dos dedos en la sien: después de cada trabajo, tenía que quemarlo. Con ácido, gasolina, lo que me diera la gana. Lo tenía que pulverizar. Llegarían dos trajes más la semana siguiente. No te voy a dejar en bolas. Luego cerró su cuaderno y se marchó dando un chasquido con la lengua como el que hacen los vaqueros de los western para ponerse a galopar.  

 

Cada lunes desde entonces es la misma rutina. Rick llama a mi puerta a las seis menos diez de la mañana y abre su cuaderno, arranca la hoja y la mete en mi bolsillo con la impagable sensación de que me necesita. Es lo que me gusta de Rick, que vuelve todo coherente. Mi vida ahora tiene una lógica que antes no tenía. Soy un ejecutor del bien a las órdenes de un papel que lleva escrito el nombre de alguien subrayado, y debajo, lo que a ese alguien le sobra. A estas alturas, he leído nombres de hombres, mujeres, adolescentes, ancianos; ricos, inmigrantes, vagabundos, snobs. Ellos no son conscientes aún de lo que va a pasarles, de la suerte que tienen por haberse cruzado en algún momento de su vida con Rick, y cuando se lo intento explicar no lo entienden, y tartamudean. Tropiezan y rompen cosas. Muchos tan siquiera entienden la palabra fariseo, a pesar de llamar a dios mientras gatean. Y se caen. Torpes.  

Siempre me ha dado asco la torpeza ajena. Rick lo dice a menudo, que el asco es una emoción natural que nadie experimenta con libertad porque está mal vista. Y eso no es bueno. Hay que dejarlo salir. Hay que sentir. Hay que sentirlo todo, hasta lo que avergüenza. Somos miserables. Y la miseria aporta verdad, nos completa. A mí me dan asco los cuerpos obesos en la playa y también los que se ríen enseñando el paladar. Me dan asco los que te hablan sin mirar, los que huelen mal y las viejas con prisa. Me da asco tocar la barra del vagón del Metro cuando está caliente porque ahí se agarran los peores, los que anhelan como perros atados, aunque no sean perros ni estén atados. Por eso trabajo para Rick, porque entre los dos hemos descubierto la manera de abrir sus jaulas.

Rick tiene un don: cuando habla con cualquiera, inmediatamente sabe qué es lo que le sobra para ser feliz. En el fondo se trata de eso, de quitar, no de conquistar, ni de añadir o poner. La felicidad está en la resta. Cuando me lo contó, pensé que era un chiflado. Hasta que me quitó lo que me sobraba, y entonces comprendí. A veces Rick necesita minutos, otras veces es cuestión de semanas, pero su diagnóstico nunca falla. Rick tiene ese don, pero sin mí, ese don sería como un autobús sin puertas.

Una vez le pregunté cómo se decidía por uno u otro paciente (los llamamos así, pacientes) y me dijo que era una cuestión de observar con paciencia, porque los gestos son en realidad un esfuerzo por disimular lo que somos. Tarde o temprano lo descubría y entonces programaba la limpieza. Recuerdo que el paciente que atendí en mi primer caso era un periodista al que le quité su fuente, su reloj, a su amante y el coche. Al parecer tardó casi tres años en volver a trabajar, un ataque de ansiedad que evolucionó en episodios de suicidio. Pero eso ya pasó. Desde que se incorporó disfruta de un renovado prestigio por no seguir el dictado del político que le soplaba informaciones; ha vuelto a escribir a mano y más lento, y usa el reloj de siempre, no el que cuenta los pasos, a pesar de que ahora camine más. Su mujer y él decidieron separarse, pero comen juntos a diario y pasan algunas noches juntos, me dijo Rick, como si a esas alturas fuera necesario convencerme de que nuestro trabajo era más bien una misión.

Si hubiera podido decirle todo eso al periodista cuando le puse la pistola en las pelotas, no se hubiera meado en el aparcamiento subterráneo donde quedaba para follar con su querida. Qué asco me da el miedo, el miedo huele a calzoncillo sudado. Todos huelen igual. Todos dicen lo mismo cuando me estoy llevando lo que pone en la lista. Coge lo que quieras, pero no me hagas daño. Y suplican con las babas colgando, densas como medusas. Si supieran que estoy ahí para hacerles un favor. Intenté explicárselo, pero un hombre llorando de rodillas no tiene credibilidad. Por el coche me dieron un buen pellizco. A ella la metí en un barco rumbo a Francia, donde siempre quiso ir, aunque fuera magullada. Me costó deshacerme de aquel primer traje.   

Lo malo de mi trabajo es el olor, las manchas de sangre, de semen y de todo tipo de jugos humanos innombrables. A veces paso varias horas en la ducha y no logro quitarme ciertos olores. Cuando actúo siempre huele así, a calzoncillo mojado, a saliva seca, a polvo de talco en genitales, como cuando me llevé a aquel jubilado a rastras y su mujer chillaba desde la puerta con el rímel deshecho como jarabe hasta la barbilla. El rastro negro que me dejó en la pernera manchó la tapicería del coche. Yo la intentaba convencer de que no necesitaba a ese hombre, de que el tamaño de su barriga flácida era del mismo diámetro que su depresión, pero siguió gritando mientras arrastraba a su marido hasta el maletero, con sus ojos bovinos diciéndole adiós desde el suelo, no tuvo cojones ni de resistirse a mí, ni tan siquiera cuando perdió la zapatilla de felpa intentó recuperarla. El olor a pis y el miedo son indisociables para mí últimamente, y eso que cuando volví a ver a la mujer había cambiado de perfume y de peinado, y se movía por la calle como si alguien la esperara.

Antes que yo, Rick tuvo otros compañeros. No todos podían verle. Yo sí. Yo le veo. Viene por la mañana a mi piso, entra a esa hora en la que se escuchan de fondo los primeros despertadores del edificio y me entrega la lista del paciente que toca limpiar. Me gano la vida tachando esas listas: los pacientes se quitan de encima lo que no saben que les lastra y nosotros pagamos con sus pertenencias a intermediarios, chivatos, las armas, los bidones, el silencio de algunos policías. Pero no todo lo que pone en la lista se puede vender. A veces hay que mirar para otro lado para hacer desaparecer ciertas cosas, como a la fuente del periodista. Era mi primera vez y recuerdo que temblaba cuando lo eché a la incineradora; creo que aún estaba vivo. Ahora sólo dejo caer bolsas como tiro los jueves los envases al contenedor del plástico.

Tampoco ya me cuesta sacar la pistola y metérsela en la boca cuando se resisten a soltar algo de la lista: he comprobado que para quitarle a un tipo su Tesla no vale con decirle que va a ser más feliz si me lo da. Entiendo ese apego, también me resistí cuando Rick demolió a mazazos la casa donde había crecido con mis padres. A fin de cuentas, sólo era una casa, como sólo es un coche, un portátil, la cinta recién montada de un largometraje, una alianza, un Iphone o un blíster de ansiolíticos. Los que no se atreven a soltar sus pertenencias me dan asco; está claro quién posee a quién. Ahora ya no tengo la obligación de ir a una casa donde nunca fui feliz. Pero eso lo entiendes más tarde.

Hemos dado buenos golpes Rick y yo últimamente. Creo que de todos los que ha tenido, yo soy su mejor compañero. Hoy tengo un encargo fácil. Primero limpiaré el maletero para hacer hueco y luego tomaré el café donde me ha dicho. Rick tiene un don. Me dice hasta la hora y el sitio donde estará el paciente. No los conoce, pero él nunca falla; él sabe lo que les ata porque los mira y lo escribe y me lo da en el papel que arranca de su cuaderno, las barbas siempre al mismo lado de la hoja. Los golpes luego en el bolsillo del pecho del traje. Chac chac, el chasquido de la lengua. Galopar. Y ahí estará el paciente, y le observaré con el sabor del café aún en la boca. Ya no fumo, pero ese sabor aún me provoca ganas de fumar, el sabor del deseo, su anticipo, ganas de tocar, de aspirar fuerte, una presión, el ardor que sobreviene al acto de liberar a alguien, de empujarle fuera de sí mismo. Su liberación es un orgasmo en el que sólo me corro yo.

Hoy es el turno de una mujer. Le sobran, dice la lista, su hijo, su peluquera, el pulmón derecho donde una célula está a punto de convertirse en un tumor y su inhalador para el asma que no tiene. En cuando haga mi trabajo, empezará a respirar bien. Nunca aprenderá la palabra metástasis. Ni su hijo la palabra puta y vieja. Ella aún no lo sabe, pero en cuanto deje de teñirse, será dueña de una belleza blanca. Aún hay carne en sus caderas. Sí. Es esa. Creo que no hará falta hoy la pistola, me ha mirado como si necesitara que alguien la salvara. Huelo desde aquí su soledad. Creo que le ha gustado mi traje.

 

 Sigue leyendo el capítulo 8

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Marta San Miguel es autora de Una forma de permanencia

  

marzo 19, 2020

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El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 6)

La noche anterior, tras pronunciar Uzcanga la última frase de su relato, escucharon un extraño estruendo metálico procedente del pueblo al otro lado de la montaña. "Las trompetas del Apocalipsis", dijo alguien. Sin conexión a internet (les daba miedo caminar de noche hasta el castaño), el coro de periodistas se entretuvo especulando sobre el origen de aquel ruido. Nadie acertó.

Al día siguiente, entre los wasaps que le llegaron a Emilio, hubo uno, de su amigo Luigi, que describía a la perfección la cuarentena de un padre teletrabajando: "hoy he visto un puerro en mitad del pasillo y ni siquiera lo recogí". El nihilismo del agotamiento.

Por la noche, en el salón, con el coro de periodistas en silencio, a Emilio le llegó por wasap un audio de voz de June Fernández. Supo al instante que se trataba de un cuento enviado desde Bilbao. Anunció al grupo su descubrimiento y, antes de colocar el móvil encima de la mesa y reproducir su contenido, Ander Izagirre compartió en voz alta una de sus bromas favoritas:

—¿Sabéis que el segundo apellido de June es Casete? Cuando su madre estaba embarazada, estaba en-cinta. 

Luego apretaron el play:

 


CAPÍTULO 6:
REWIND: CONFESIÓN DE UNA MADRE ASUSTADA
JUNE FERNÁNDEZ
De cómo las madres tienen siempre la razón y de cómo la 'h' no es una letra baladí

 

 

Queridas, queridos:

No he podido sumarme al encuentro de Cercedilla porque tengo una bebé que acaba de cumplir cinco meses, y en su corta vida ya la he arrastrado a demasiados planes extenuantes fuera de Bizkaia.

En casa estamos todas bien. Nos acabamos de mudar a un pueblito coqueto y progre. No es ninguna tortura estar confinadas en nuestro piso luminoso, recién reformado y con terraza. La cuarentena nos ofrece más tiempo para ordenar los libros, colocar los estores y colgar los cuadros. Sentimos el calor de las vecinas, que nos ofrecen ayuda, nos dan conversación en la cola de la panadería y nos invitan a secundar caceroladas feministas.

Cuando salimos a hacer las compras no nos chocamos con una fila de amenazantes lecheras de la Ertzaintza, como está ocurriendo en la calle San Francisco, el barrio-gueto de Bilbao que habitábamos hasta ahora. Aquí solo hay una patrulla llamando la atención a ciclistas, a montañeras y a peregrinos.

Susanna trabaja en casa y yo estoy de excedencia, así que nuestra rutina en realidad no ha cambiado más que por tener que interrumpir las caminatas entre baserris, huertos, burritos y ovejas latxa. Pero el pueblo es tan bonito que no nos aburrimos de contemplarlo cuando bajamos a la pescadería o a la frutería. Tampoco nos agobiamos con la pequeña, porque Odei no está todavía en edad de subirse por las paredes, y Tótem está encantado de que no salgamos de casa.

En definitiva, nos sentimos en paz, nos sabemos privilegiadas y damos gracias por el momento en el que nos ha pillado la peste.

Me da pena no estar en Cercedilla y me gusta leeros cada mañana así que pensé en mandaros alguna historia por carta. Dada mi incapacidad para escribir ficción, pensé en narraros escenas cotidianas de mi antigua vida en San Francisco, pero la inevitable carga social de un relato de ese tipo no pega en absoluto con el espíritu del Dekomerón.

El caso es que cuando he leído el relato de Daniel Utrilla sobre las señales y las sincronías inquietantes he sentido la necesidad de contaros algo que me perturba. El texto de Enrique Ballester sobre su hija me dio el empujón definitivo y me animó a usar este medio de comunicación noventero: grabarme sobre el único casete que conservo, el de La Onda Vaselina. Os envío mi desahogo íntimo en una cinta, cual mensaje desesperado en una botella.

Porque he mentido al deciros que nos sentimos en paz.

*

Odei germinó en mi vientre con el sexto intento de inseminación artificial. Durante las primeras betaesperas recurrimos a la tradición afrocubana e invocamos a Yemayá, la diosa yoruba de los mares, que ayuda a que los embarazos lleguen a buen puerto. No nos hizo caso así que probamos con Ochún, diosa de la fertilidad. Fuimos a un río a pedirle y parece que nos escuchó.

Cuando el test de embarazo dio positivo, Odei todavía no se llamaba Odei. La llamamos Sita, la embrionsita. Tardamos unos meses en ponernos a pensar nombres. Nos gustaba Jana, un nombre catalán como Susanna, presente también en más lenguas, que se nos antojaba elegante y cosmopolita. Pero presentaba dos grandes inconvenientes: mi incapacidad (y la de la mayoría de vascos y vascas) de pronunciar bien esa jota y que “jana” en euskera significa “comido”, lo que convertiría a nuestra hija en presa fácil de bullying.

Hodei significa nube y, aunque a Susanna le pareció original, aquí está muy de moda. De eso nos dimos cuenta después, cuando comprendimos que escucharlo todo el rato cuando pasábamos cerca de unos columpios no era una señal sino pura estadística. Es uno de esos nombres que nos gustan a las feministas euskaldunes porque no tiene marca de género, al igual que Lur (tierra), Amets (sueño) o Iraultza (revolución). Yo tuve una compañera en el instituto que se llamaba Odei, sin hache. Era bajita, con cara redonda, estética siniestra y fama de bruja. Susanna siente debilidad por los nombres que empiezan por O, como Olivia u Otto. Así que decidimos prescindir de la hache.

Tecleamos Odei en Google y descubrimos que no es simplemente una nube con falta de ortografía: se remonta al siglo XII y es como se ha nombrado en la mitología vasca a la deidad de las tormentas y de la naturaleza. Leímos en el portal Bekia Padres que los hombres y mujeres con este nombre suelen ser personas extrovertidas pero “de carácter tormentoso e irascible, que llevan mal que no se les dé la razón y pretenden imponer su punto de vista”.

Nos preguntamos entonces si la elección del nombre moldea al feto hasta el punto de determinar  su físico y su personalidad. A Jana nos la imaginábamos como una adulta interesante y atractiva.  A Odei, en cambio, la visualizábamos como una niña rolliza y sonrosada, con un flequillo feo pero entrañable. Una morroska que encajaría en nuestro pueblo abertzale. Nos inquietó un poco esto del carácter tormentoso e irascible, pero nos dijimos que no somos tan supersticiosas, por más que montemos altares a las orishas.

A mi madre no le gustó la elección del nombre. Me dijo que las nubes son grises y tristes. Que por qué no le poníamos algo más alegre y primaveral, como Lore, que significa flor. Le contesté que mis nubes son algodonosas, acompañan al sol y nos invitan a bucear entre ellas o hacer paddlesurf aéreo como Songoku.

Debí seguir su consejo.

*

El 16 de octubre, cuando las contracciones de parto empezaron a hacerse insorportables, una voz interior me dijo que pusiese en Spotify la música de Petrona Martínez. En mi piso de San Francisco, me entregué con los ojos cerrados a una danza ancestral y frenética guiada por la percusión afrocolombiana.

Changó, que en la santería sincretiza con Santa Bárbara, es el orishas de los tambores. También es la deidad de los rayos y de los truenos. Como Odei.

Llegué al hospital tan dilatada que pude sortear la tentación de la epidural y tener el parto natural, íntimo y salvaje que anhelaba. En el paritorio, rugí cual osa parda, con tal determinación y fiereza que tardé solo cuarenta minutos en expulsar, de cuclillas entre Susanna y la matrona, a un bebé que me miró con unos ojos extrañamente abiertos y curiosos.

Afuera llovía a mares pero para mí afuera no existía, solo me importaba mi cachorrita sabia, que supo subir por mi tripa como un renacuajo y aferrarse con determinación a mi teta izquierda, que es la más generosa.

A la noche siguiente pusimos la televisión en la habitación del hospital para reconectarnos con el mundo y nos encontramos con imágenes de barricadas y balas de goma. Eran las protestas de Barcelona que mutarían después a tsunami democràtic. Como buenas progres, nos hizo ilusión esta sincronía: “Esta niña será una revolucionaria”, nos dijimos.

Llegamos a casa y no paraba de llover. El 22 de octubre el Departamento de Seguridad del Gobierno vasco elevó a alerta naranja el aviso por lluvias fuertes y persistentes. El 4 de noviembre la borrasca Amelie golpeó con saña el Golfo de Bizkaia con sus vientos huracanados. El 13 de diciembre Aemet activó la alerta roja ante la previsión de olas de nueve metros en la costa vasca. Eso en lo que respecta a nuestro territorio, pero recordemos que la gota fría, la ciclogénesis y la borrasca Gloria hicieron estragos durante todo el otoño y el invierno en el Mediterráneo.

Cuando veíamos esas noticias por la tele o nos atrevíamos a salir a dar un paseo y el viento huracanado zarandeaba con fiereza el carricoche sin que Odei se inmutase, bromeábamos: “¿Tendrá ella algo que ver en esto? ¿Igual llamamos a la desgracia al bautizarla como la deidad de las tormentas?”

Pero sería muy egocéntrico y magufo creer algo así.

Durante el día, la gente se maravillaba con lo apacible y sociable que era Odei. En cambio, de noche se pasaba dos horas berreando sin parar, roja como un tomate y con lágrimas de pura rabia. Nos dijeron que es normal, que a eso se le llama la hora bruja; los bebés se desfogan al anochecer para soltar el estrés de la sobredosis diurna de estímulos.

Pero yo no podía dejar de recordar el augurio del portal Bekia Padres: “De carácter tormentoso e irascible…”

*

Con la llegada de la primavera, Odei se ha convertido en una niña rolliza y sonrosada como un algodón de azúcar. Su sonrisa luminosa recuerda al bebé-sol de los Teletubbies. Su tipillo robusto sugiere un futuro prometedor como levantadora de piedras y sus puños redondos son aptos para jugar a pelota. Mi madre le regala vestidos de florecillas con los que parece travestida. Acertamos con el nombre, o el nombre la hizo así, no sabemos.

En Madrid, una amiga le regaló unas pelotas de colores diseñadas para estimular sus capacidades sensoriales y psicomotrices. A una de ellas, rosa fucsia y llena de protuberancias, la bautizamos ingenuamente Coronavirus cuando esa palabra solo evocaba una misteriosa enfermedad de la China. La empezó a succionar compulsivamente en cuanto se la ofrecimos y ya no la ha soltado.

Recordemos que el primer foco de Covid-19 en la península ibérica se detectó en Madrid y el segundo en el País Vasco.

Odei cumplió cinco meses justo el día en el que el Gobierno decretó el estado de alarma.

Es cada vez más potxola y ya ríe a carcajadas. A veces, cada vez más, me parece que su risa adquiere cierto tono trémulo. Jojojojo.

Últimamente le divierte estornudar y se provoca la tos entre risas, sin taparse con el antebrazo ni con un pañuelo, claro. A eso se suma que por las noches vuelve a estar irascible como esas semanas de vientos huracanados.

Anoche, mientras me daba patatadas entre berridos, afuera el sirimiri tornó en lluvia torrencial y en la radio anunciaron una subida exponencial en el número de personas infectadas.

Entonces pude poner palabras a mi miedo:

He parido un arma de destrucción masiva.

Si la oficina del registro civil está abierta, mañana iré sin falta a ponerle la hache a su nombre para que solo sea una nube algodonosa y apacible.

O mejor, a llamarle Lore, como quería mi madre.

 

Sigue leyendo el capítulo 7

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June Fernández es autora de 10 Ingobernables

marzo 18, 2020

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El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 5)

Se hizo un silencio de submarino hundido después de escuchar el relato de Utrilla: una rata portadora de la peste es más terrorífica que una manada de zombies. Es curioso, pensaron, cómo han envejecido en unos pocos días todas las películas de catástrofes. No eran los ovnis del cielo; era la claustrofobia y la peste y los ciudadanos convertidos en policías. La clave narrativa de los relatos apocalípticos del futuro será su capacididad para mostrar la extrañeza cotidiana que todos sentimos ahora y que tanto nos costará explicar a nuestros hijos y nietos cuando todo esto haya pasado y les digamos cosas como: "Sois unos malcriados. Vuestras preoucupaciones son estúpidas. No sabéis valorar la salud ni libertad de poder salir a la calle". Nos escucharán como nosotros mismos nos hubiésemos escuchado hace una semana.

Era ya de madrugada cuando algunos autores anunciaron que se iban a su alcoba.

—Esperad. Dejadme contaros un cuento muy breve. Tal vez así logréis iros a dormir con el espíritu más ligero. No hace falta que os sentéis siquiera. Quedaos así, de pie, en la puerta del salón— dijo Francisco Uzcanga, sonriendo como un ballenero.

 

 

LOS NOVIOS
UZCANGA MEINECKE
De cómo un auto de fe se convirtió en boda

En el centro de la plaza hoy tan vacía, justo ahí donde está la boca de metro con esa cubierta desconcertante, había hace tiempo una fuente resquebrajada y, la mayoría de las veces, seca. En el pilón solía apoyarse una pareja de mendigos. Ella miraba a la nada y él exhibía una herida abierta en el muslo desnudo. Juntos cantaban la letanía con la que trataban de ablandar a los viandantes: «¡Misericordia para una pobre ciega y un soldado cojo que estuvo preso en Argel!». Un hombre de negro se paró ante ellos y, dirigiéndose a él, le espetó bruscamente que debería curarse la herida, si acaso taparla. El cojo, que tenía algo de Diógenes, redobló la brusquedad y contestó: «Pedimos limosna, no consejo».

El hombre de negro comentó el incidente a su superior y este ordenó detener a una pareja sobre la que ya circulaban rumores. Que eran falsos mendigos, que ella veía un gorrión a cien pasos y que él nunca estuvo en Argel; que el tajo fue en una pendencia y que lo mantenía fresco gracias a un ungüento que mezclaba ella, que era bruja y fabricaba además polvo de los huesos de cadáveres que él desenterraba por las noches; que habían convertido ese polvo en oro porque lo vendían a damas principales que hechizaban con él a sus hombres deseados.

Tres semanas después se celebró el auto de fe. El hombre de negro habló con voz crispada de recetas satánicas, fórmulas nigrománticas, cuartos secretos, correspondencias inconfesables, favores escabrosos y delitos abominables. Su superior se levantó con ceremonia y procedió a leer la sentencia: a ella, concubina y cómplice, a que abjure de vehementi, a que sea instruida y fortificada durante un mes por un guía espiritual, con ayuno de pan y agua los viernes, a salir por las calles a la vergüenza pública y a penar dos años en una casa de penitencia. A él, concubino y autor principal, a que abjure de vehementi, a que sea instruido y fortificado durante un mes por un guía espiritual, con ayuno de pan y agua los viernes, a salir por las calles a la vergüenza pública y a sufrir cinco años de presidio en África.

 

Se preparó a los reos para la vergüenza pública. Les pusieron dogales al cuello y capirotes adornados con dibujos de serpientes, lagartos y cucarachas. Les subieron a unos asnos y les sacaron a la calle. Al frente de la comitiva iba el alguacil y a los lados una compañía de granaderos. El público agolpado en la acera miraba en silencio, sin rastro de escarnio, más bien afligido y timorato. Hasta que uno se adelantó, sorteó a los guardias y alcanzó un pedazo de pan a la rea. Otro le siguió con una frasca de vino para el reo. Empezaron a oírse vítores, aplausos, y de un balcón resonó el grito de una mujer: «¡Vivan los novios!». 

 

 Sigue leyendo el capítulo 6

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Francisco Uzcanga es autor de El café sobre el volcán.

 

 

marzo 17, 2020

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Daniel Utrilla ›   Dekomeron ›  


El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 4)

Por la mañana circuló entre los autores la imagen, vista en twitter, de un cocodrilo nadando en los canales de Venecia. Galocha sugirió que se trataba de un montaje, pero la imagen era demasiado poderosa para dejarla escapar y el coro de autores decidió que ese cocodrilo era real, porque en tiempos apocalípticos los animales aparecen siempre fuera de lugar, como ocurrió con los leones y elefantes que se escaparon del zoo de Belgrado durante el bombardeo nazi de la segunda guerra mundial, y si había cocodrilos en Venecia, razonaron, bien podría haber ahora mismo rinocerontes y osos polares caminando por la Gran Vía madrileña, ballenas monstruosas en la ría de Bilbao y avestruces en el tranvía de Barcelona.

Aquellas imágenes le recordaron a Álvaro uno de sus fragmentos favoritos de Mata a tus ídolos, de Luc Sante, en los que el escritor belga describe un paisaje alucinado del Nueva York de los años 70

magnolios creciendo entre las grietas del asfalto, estanques y arroyos formándose en manzanas elevadas y abriéndose camino despacio hacia la costa, animales salvajes regresando tras siglos de exilio


A la hora de los cuentos, Daniel Utrilla alzó despacio su chupito de vodka y anunció con voz lúgubre:

— Os habéis olvidado de las ratas.

 

 

CAPÍTULO 4: LA RATA
DANIEL UTRILLA

 

Camaradas todos,

Hoy he venido a hablaros de señales. En concreto de dos señales bien frescas que traigo aquí para vosotros, una de Moscú y otra de San Petersburgo, para que las analicemos, las exprimamos como sapos de aquelarre y les saquemos todo su jugo y su juego. Toda su magia. Las señales siempre están ahí, como los pedruscos de Marte que, según como se mire, tienen forma de Mickey Mouse o de monstruo del lago Ness. Todo depende del observador. Lo singular de las señales es que son de naturaleza ficticia y física a la vez. O sea, viven fuera y dentro de nuestra mente, unidas por el finísimo hilo de la obsesión. Son proyecciones del subconsciente, que diría Jung. Él las llamaba sincronías. Hace tiempo que dejé de sorprenderme. Sencillamente aparecen. Tengo científica y poéticamente demostrado que si uno se pasa el tiempo suficiente pensando, por ejemplo, en moscas, detectará con el telescopio constelaciones aladas de seis patas y acabará viéndolas hasta en la sopa (las moscas, no las constelaciones). Hasta ahí la teoría. Ahora vamos a la práctica.

La primera señal que os traigo se materializó en el pasillo de mi apartamento moscovita el pasado 13 de marzo, horas antes de partir en tren hacia San Petersburgo (desde donde he sido convocado a este ring del DeKOmerón). Era ya medianoche, me estaba quitando las botas en el pasillo (un pasillo cuadrado con hechuras de habitación), cuando la señal salió de mi habitación con andares confiados y se escondió detrás de un colchón que hay apoyado en una pared. Era una rata. Efectivamente. Una rata del tamaño de un triceratops de goma dura 'made in China'. Fue como ver la peste. Era la peste negra que golpeó Florencia en 1348 e inspiró a Boccacio el retiro que ahora remedamos aquí (y esto lo pensé horas antes de que Emilio Sánchez Mediavilla me sugiriera participar en el reto: superposición de señales). En otras palabras, sugestionado como estaba por las noticias que me llegaban de España, la visión del pasillo fue la proyección de mi miedo atávico a la peste, a la de antes y a la de ahora, que se materializó en forma de rata, símbolo por excelencia de las plagas medievales. “El milenarismo va a llegar...”, decía Fernando Arrabal hace treinta años en aquella puesta en escena televisada bien puesto de anís. Y ahora yo veía cómo aquel milenarismo invocado por el surrealista se me metía hasta la cocina con paso tranquilo. Para más inri, 2020 es el año chino de la rata. ¿Qué más pruebas astrológicas necesitáis? Hasta aquí la señal, pero como se trata de pasar el rato (de pasar la rata), os cuento lo que pasó a continuación. Me quedé paralizado, que es lo que produce el miedo y la visión de roedores pestilentes de más de 300 gramos de peso. Antes de perderse detrás del colchón, la rata caminaba con aire adiposo y chulesco, como ajena al peso de su símbolo. Mi primer impulso aguerrido fue atrincherarme en el salón sin mirar, por puro repelús, si me perseguía el hediondo enemigo. Cerré la puerta y eché mano a lo que tenía más a mano: la vuvuzela que me trajo mi amigo Alberto de Sudáfrica en 2010, objeto festivo que se trocó de súbito en una macabra trompeta del Apocalipsis. Me sentí esquinado en mi propia casa, en la esquina de Europa, un poco como en el cuento 'Casa tomada' de Julio Cortázar, en el que una fuerza invisible se extiende en el interior de una casa y acaba despachando a los inquilinos, en un efecto diametralmente opuesto al del virus que ahora nos confina. ¿Pero cómo demonios se mata una rata?, me pregunté. Hemingway explica en uno de sus cuentos africanos que no conviene disparar a los búfalos en la cabeza cuando te embisten, porque las balas rebotan en la cornamenta frontal que protege sus cerebros (“Solo se le puede disparar a la nariz.[...]. Una vez han recibido un disparo se ponen hechos una furia. No intente ninguna filigrana”). Bien, maestro, todo esto es muy útil, ¿pero que hacemos con las ratas que nos atacan de frente si no tenemos escopeta en casa? ¿Dónde hay que golpearlas? ¿En la nariz también? ¿Y si se mete por el hueco de la vuvuzela, que hacemos? ¿Soplar? Hemigway no dejo escrito nada al respecto. El flautista de Hamelin tampoco, que yo sepa.

En una maniobra tan audaz como suicida, salí a los pocos minutos del salón con la vuvuzela en ristre y me adentré en la cocina, dispuesto a reconquistar una plaza estratégica que, amén de eventual tatami de una incierta lucha a muerte. No estaba la rata. “No las hay”, mascullé para mis adentros, repitiéndome una frase del protagonista de 'Las ratas', de Miguel Delibes, un cazador que las ensarta con un hierro para combatir el hambre de posguerra. “No las hay”, es una de esas frases que se te pegan como un cachorrillo en la primera lectura y ya te acompañan toda la vida sin saber muy bien por qué. “No las hay”, me digo en alto a veces cuando abro mi nevera moscovita y veo que se acabaron las obleas de las empanadillas. Con sereno pacifismo tolstoyano y asco atroz, dejé la vuvuzela a un lado y decidí tener un único gesto diplomático con mi enemigo (“lo coges o lo dejas”): abrí la portezuela de la basura (el único lugar de donde pudo haber salido la bestia) y me fui a San Petersburgo con los cuentos peterburgueses de Gógol en el bolsillo, confiando en que el roedor infernal volviera por donde vino, de la misma forma que la nariz escindida del colegiado Kovaliov se reúne por si sola con el rostro del susodicho al final del más popular relato gogoliano.

 

San Petersburgo fue la primera ciudad rusa que conocí, allá por 1998. Es la ciudad menos rusa de las ciudades rusas y tiene mucho de espejismo, con sus insignes fachadas barrocas que ocultan patios enormes y cochambrosos. Un insospechado sol primaveral me recibió en la estación, poniendo la guinda al aura ensoñadora de la ciudad de Pedro I. Lo primero que hice nada más llegar, fue meterme en un café de la legendaria avenida Nevski y empezar a leer el cuento 'La avenida Nevski' (“Nada hay tan hermoso como la avenida Nevski, por lo menos en San Petersburgo”), generando un interesante juego de espejos entre el siglo XIX y el XXI (donde Gógol veía jóvenes apuestos agasajando a bellas damiselas de capa y sombrero, yo veía hombres-anuncio disfrazados de cebra, con la felpa ennegrecida por la polución, dando abrazos a diestro y siniestro a los viandantes).

Y allí, dentro del café, mientra saboreaba un cruasán relleno de crema de mora, sentí la fina dentellada de la memoria involuntaria en mi oreja. En el interior de la cafetería sonaba la canción 'Yellow submarine' de los Beatles. Y sin poder remediarlo, mi memoria se hundió como un batiscafo hasta profundidades opacas y abisales. Me vi a mí mismo saliendo de un edificio gris de San Petersburgo una mañana gris de hace veinte años, con veinte veces menos gris que ahora, en el instante en que me asaltó una señal auditiva que había olvidado y que ahora salía a flote atraída por el estímulo. Aquella señal nunca se la conté a nadie (hasta ahora), porque siempre me pareció irreal, como la propia San Petersburgo. La canción de los Beatles abrió un compartimento estanco de mi memoria que estaba cerrado a cal y canto: el recuerdo del accidente del submarino nuclear ruso Kursk que costó la vida a 118 hombres tras la explosión de un torpedo durante unas maniobras en el mar de Barents, en agosto de 2000. Aquella fue una de mis primeras coberturas para el diario El Mundo como corresponsal en Rusia.

En medio del café, mecido por la alegre cantinela (“We all live in a yellow submarine, yellow submarine, yellow submarine...”), levanté la mirada del libro de Gógol, y reviví el preciso instante en que hace casi veinte años, salía de un departamento urbano de la Flota del Norte en San Petersburgo, después de entrevistar a viudas de los marinos muertos en el accidente. La mayoría de los tripulantes del Kursk eran oriundos de San Petersburgo y acudí a la antigua capital de los zares para hablar con los familiares y las viudas de los muertos, esposas jovencísimas que se deshacían en lágrimas en medio de la entrevista. Salí con el alma muerta, mi grabadora convertida en una esponja de lloros y me metí ofuscado en el primer taxi que paró. El coche arrancó, el conductor puso la radio  y el irreverente “We all live in a yellow submarine...” me taladró los oídos. Me pareció la sincronía cruel, una burlona carcajada del cosmos. O del Joker. A diferencia de la rata, esta señal revivida no significa nada. Es un guiño que establece un puente entre dos universos. De aquel departamento donde entrevisté a las viudas salí con una maqueta del submarino Kursk, un oscuro cilindro de unos 40 centímetros que alguien me dio y que conservo como una reliquia. Groso modo, creo que que mide lo mismo que la rata.

Confieso que hasta el último momento he dudado si debía compartir con vosotros estas dos señales, la de la rata y la del submarino, o sí debía optar mejor por narrar alguna lección vital ejemplar extraída de mi oscura y breve etapa de árbitro de fútbol en categorías infernales. Finalmente, decidí que sí, aunque debo confesar que fue otra señal, una tercera señal, la que me animó a hacerlo. Ocurrió hace un rato, cuando me metí en Twitter y me fijé que un usuario de Ciudad de México que se presenta como TraTra había dado 'me gusta' a una foto del horizonte de San Petersburgo que tomé desde un tejado, con las cúpulas doradas aflorando sin pudor entre techumbres oxidadas como bulbos de una patata olvidada y desde donde se distinguía uno de los apartamentos que habitó Dostoyevski. Sin saber muy bien por qué, pinché en el perfil de aquel usuario desconocido (@MCHedgehog_), que se presenta con las palabras “Medievalismo”, “Música Antigua” y “Paisajes”, y  reparé de inmediato en la foto de su perfil, una especie de dibujo alegórico medieval con cuatro ratas remando en un bote. Era la señal definitiva de que debía hablaros hoy de todo esto, pese al riesgo de contravenir la esencia de este foro, concebido como un cortafuegos frente a la peste. Si os fijáis bien, la rata que va sentada detrás del todo es más grande que las demás, como si marcara el ritmo en una carrera de remos. ¿Habrá ratas en los submarinos? Yo creo que no. “No las hay”.

 

Sigue leyendo el capítulo 5

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Daniel Utrilla es autor de A Moscú sin Kaláshnikov

El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 3)

Los escritores del K.O. se fueron a la cama con la punzada erótica del cuento de Mar Abad. De lo que sucedió a continuación en las alcobas no podemos dar testimonio, no por falta de curiosidad sino por ignorancia. Un editor no es un narrador omnisciente.

A la mañana siguiente, los más madrugadores se encontraron a Artur Galocha en la cocina acariciando la taza de café con esa mirada lunática y geométrica que tienen los diseñadores cuando ejecutan una idea. Sobre la mesa de la cocina, dibujado con volutas de alfajores de dulce de leche, posos de café y suspiros de pimentón picante de la vera, encontraron el siguiente escudo heráldico,

 

La obra fue muy celebrada por todos los presentes, pero la euforia por la pintura se fue derritiendo a lo largo del día, a medida que los autores caminaban hasta el castaño del jardín en busca de wifi y de noticias de la peste. Pasaron la tarde compartiendo las nuevas que cada uno de ellos había recopilado y del relato que entre todos compusieron, nacido de la fragmentación agónica de twitter, hubo espacio para los malentendidos cómicos: alguien dijo que los perros tenían más libertad de movimiento que los niños, y todos rieron ruidosamente con el malentendido.

Por la noche, después de cenar, volvió la preocupación y la desgana. Nadie se atrevía a decirlo en voz alta, pero casi todos hubiesen preferido volver debajo del castaño en busca de nuevas noticias. Sabían que esa adicción maniática era nociva para su espíritu, pero no sabían cómo combatir ese influjo eléctrico y demoniaco.

Fue entonces cuando Enrique Ballester empezó a tatarear una extraña melodía. Sentado en un taburete de bar —que nadie sabía de dónde había sacado—, su aspecto de monologuista tímido pareció acariciar los nervios de los allí reunidos.

—¿Os suena esta canción?

Los más veteranos sonrieron; los más jóvenes negaron con la cabeza.

—Bien, dejadme que os cuente la siguiente historia:

 

 

CAPÍTULO TRES: LA SEMILLA DEL FANATISMO
ENRIQUE BALLESTER
De cómo las dulces acronías de los noventa llevaron a un padre a entender a su hija (y casi a la cárcel)

 

El curso pasado, en una tarde de aburrimiento en YouTube, le enseñé a mi hija Delia unos videoclips de Bom Bom Chip. Recordaréis a Bom Bom Chip, supongo: tres niñas y dos niños que cantaban y bailaban sin miedo alguno a la muerte, siempre a tope con la vida y la vitamina. No los confundáis con La Onda Vaselina, que la vida es un tránsito de La Onda Vaselina a La Sonda Vaselina, pero este es otro tema y lo dejo para otro día, que prefiero no pensar qué hacían, cuando les cambiaba la voz, con los pobres chicos de La Onda Vaselina. Nosotros fuimos de Bom Bom Chip, y el caso es que aquella tarde tonta planté sin querer en Delia una semilla. Eso que te despistas un poco, pasa una semana y mi hija, saltando de video recomendado a video recomendado, había mutado en fanática.

La única fan viva y niña. Delia memorizó las canciones de Bom Bom Chip, recitaba las letras y calcaba las coreografías. Veía en bucle sus apariciones televisivas, porque grabaron un programa y hasta una película, que no tardó en convertirse en su preferida. Delia no entendía además que esas personas ya no eran niños sino mayores, como su padre más o menos, no le cabía eso en la cabeza. Seguía perfeccionando los bailes, hablaba de conocer a Rebeca, la más pequeña y su favorita. Era evidente que algo no iba a bien y yo hice entonces lo que se esperaba de mí. Le empecé a comprar discos de segunda mano para que perdiera el tiempo con ellos al llegar de clase, porque lo primero es siempre la educación de mi hija.

Pasó lo que tenía que pasar. Lo esperado: la afición de mi hija se expandió entre sus amigas. Bailaban en el patio. Llevó un disco a clase y lo pusieron una tarde. Bailaron delante del resto. Se creó un comando de hinchas de Bom Bom Chip. El libreto con las letras de las canciones era la Biblia. Llevó asimismo un disco a las clases de danza y se plantaron hasta que se lo dejaron bailar, en un entrañable acto de rebeldía. También ocurrió lo inesperado: descubrí en los créditos de una canción que la letra era de Isabel Coixet. Tiré luego de Google para comprobar que se encargaba de los videoclips, y su novio de la música. Este apunte me daba cierto respaldo, algo de cuajo moral, cuando exponía el tema conversando con mis amigos.

Delia seguía a lo suyo, difuminada la noción del tiempo en una dulce anacronía. En su mente, Shakira y Bad Gyal ya eran cosas del pasado. Lo actual era Bom Bom Chip. Su música, su ropa, sus expresiones. Las canciones la representaban, explicaban sus movidas. Empezó a hablar como una niña de los años noventa, así que por fin nos entendíamos. Todo iba bien hasta que entró a Instagram sin avisar, desde mi cuenta y con mi móvil, y eso que no revisó mis mensajes privados, que esa es otra historia ya casi propia de La Sonda Vaselina. Pasa que escribió #bombomchip en el buscador y empezó a darle al corazón a todas las fotos que encontraba, y no fueron pocas, y no fue solo ese día. Yo me enteré pasado un tiempo y fui borrando tanto corazón gratuito a fotos de niños por si actuaba la fiscalía. Aún más: buceando en la etiqueta, Delia había encontrado la cuenta de Rebeca, su preferida, que evidentemente ya no era una niña. Rebeca debió de entrar a su Instagram y vio que un tal Enrique Ballester, o sea, yo, había dado me gustas a todas sus fotos. Sin discriminar, lo mismo daba que saliera de adulta como que saliera de niña. Respondí “desmegustando” todos los corazones a toda prisa, pero supongo que llegaría tarde. He vuelto a entrar para escribir esto y se ha puesto el candado. No la culpo. La comprendo. El ridículo es mío.

Han pasado solo unos meses de aquello y mi hija, que tiene ocho años, ya habla de Bom Bom Chip como de una de esas cosas que le gustaban “cuando era pequeña”. Esta gente vive a toda prisa. En su clase igual ya ni se acuerdan. Quizá ya nunca vuelva a escuchar otro disco leyendo las letras en el libreto. Delia habla como una niña de ahora, así que a menudo no nos entendemos. Los gustos van y vienen, pero mi ridículo permanece.

 

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Enrique Ballester es autor de Infrafútbol y Barraca y tangana.

 

 

marzo 15, 2020

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Mar Abad ›  


El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 2)

Después de escuchar el relato de Galder, los autores compartieron sus propias historias de amores contrariados de infancia. Descubrieron asombrados que todos habían escrito cartas de amor en el colegio, pero siempre con finales tristes, humillantes o, en el mejor de los casos, indiferentes. La escritura es un arte que tarda en dar frutos, convinieron todos con una mezcla de resignación y orgullo.

Hubo un amago desganado de irse a dormir. Fue entonces cuando Mar Abad tomó la palabra y anunció que contaría la siguiente historia:

—Esta es también una historia de amor.

 

 

CAPÍTULO 2: EL BESO

MAR ABAD

 De descargas eléctricas más intensas que las bombas

 

Fuera están zumbando las bombas. Dentro Rita y su marido no saben qué hacer. Intentan disimular el miedo cogiendo un libro. Mirándolo y no leyéndolo. No pueden; el terror hace que los renglones se pisen y ahí no hay quien se entere de nada. Ella va a la cocina a entretener el pánico pelando unas zanahorias. Raspa, raspa y al ver las virutas naranjas volar hacia el plato piensa que eso mismo es lo que tienen que hacer: salir disparados de Madrid y buscar refugio en algún lugar más seguro. 

Rita va al salón y dice a su marido:

—Blas, debemos irnos. En Madrid nos van a freír. Y no será con aceite. No nos queda una chispa. Va a ser con esas bombas y esas escopetas que se oyen ahí afuera. 

El esposo se queda en silencio. Deja un tiempo prudencial para mostrar que, en su cabeza, el asunto se piensa de verdad. Para aparentar que, en sus manos, el tema se hace sólido. Para que este sigilo sea lo suficientemente largo para que parezca que la idea ha sido suya.

—Rita —dice, con voz grave—. Haz las maletas. He decidido que nos vamos a Valencia. En cuanto la cosa esté tranquila, marchamos.

Les basta un día para poder coger un tren. Van hacinados, paran sin explicación a mitad de camino, hay soldados y escopetas por todos lados. Al fin, entrando la noche, llegan a Valencia. Él tiene una prima que vive cerca de la Malvarrosa. Van a su casa arrastrando las maletas y tocan a la puerta. Manuela aparta los visillos. Desconfiada, acerca la cabeza al cristal y, al verlos, abre de inmediato.

—¡Primos! ¿Qué ha pasado? ¿Qué hacéis aquí? 

Manuela les prepara una habitación y les dice que se queden hasta que pase la chicharra en Madrid. Los días se hacen largos. Rita y Blas no saben qué hacer, cómo van a ocupar sus días. Ella no quiere confinarse a fregar suelos y hacer croché. No ha podido traer sus pinturas ni sus caballetes y se desespera. 

Una mañana sale a dar un paseo y ve una tienda de cuadros. Entra. Al fondo ve a una mujer ordenando lienzos. Tiene una melena castaña que, más que caer sobre sus hombros, parece flotar. Los brazos se mueven como cintas al viento. Es una ópera sonando en silencio. 

De pronto la mujer advierte que hay alguien detrás del mostrador. Deja los lienzos en el suelo. Mira de lejos a Rita y sonríe. Va hasta ella para atenderle. Hablan. Y hablan. Y es tan delicioso que deciden que mañana, cuando cierre la tienda, volverán a verse, pero esta vez para pintar un rato juntas.

Rita vuelve a casa por un camino diferente. Es la misma ruta pero el sol brilla en otro color. El ruido de la ciudad ni se oye. Los adoquines parecen lanzarla al cielo más que agarrarla al suelo. La mujer de la tienda se llama Elena, piensa, y pasea su nombre mil veces por su cabeza. Es un sonido que la acaricia como un pañuelo de seda. 

Al día siguiente, a la hora acordada, Rita llega a la tienda. Al abrir la puerta, se cierra su estómago. Elena la mira y ella se siente perdida. Indefensa. Titubea. Van al estudio de atrás. Miran libros, miran cuadros. Hablan de ellos. El dedo que señala, la mano que pasa las páginas. La noche las envuelve entre pinceles y carboncillos. Entre paletas y caballetes. Entre colores y media luz. 

En el hombro de Rita se apoya de pronto un mechón del cabello de Elena. Advierte que se ha acercado a ver qué pinta y, de la impresión, casi clava el pincel en el lienzo. La abordan unos nervios desconocidos. El mechón se aleja y siente que le roza la cara. El corazón le pega una puñada. Las manos le arden de frío. Su voz se congela. 

Elena vuelve a sus pinturas y Rita está en punto muerto. Hace unos días las bombas torpedeaban la concentración de su lectura. Era razonable, ¿pero esto? El cabello de una mujer le ha nublado la visión y está al borde del desmayo. 

—Rita.

—¿Sí?

—Acércate a ver estos libros. 

Elena está sentada en un sofá de cuero rojo. Más bella que el infinito. Rita no controla bien la fuerza de sus piernas. Tiene que pensar cómo ponerse de pie e ir hasta allí sin que se le note un cierto temblor. Están una frente a otra. Van pasándose los libros. Hablan, haciéndose las distraídas, como si esto no fuera la excusa para tocarse las manos.   

De repente, fuera, se oyen gritos. Parece una pelea, una revuelta, quizá la propia guerra. Hay tiros y aullidos salvajes: «¡Rojos de mieeerda!».

—¡Dios mío! Tendrás que quedarte a dormir. Esos fascistas han salido de cacería esta noche —exclama Elena—. Mi casa está en el piso de arriba. ¡Subamos!

Las dos mujeres cierran las puertas y ventanas lo mejor que pueden para que nadie pueda entrar. Una criada baja corriendo, las ayuda y al momento suben a la planta de arriba. Resoplan. Rita se queda parada junto a la escalera y Elena le dice:

—Tú dormirás conmigo.  

Entran en la habitación y Rita ve que solo hay una cama. 

—¿Y tu marido? 

—Yo no tengo marido. ¿Para qué quiero eso?

Hace unos minutos el mechón de pelo de Elena la arrancó de cualquier coordenada física de la Tierra. Ahora se dinamita el tiempo. Esa frase, esa frase. «Para qué quiero eso». Es tan raro escuchar algo así en estos malditos años 30. 

Elena se sienta en la cama. La doncella entra y empieza a quitarle ropa. Rita está de pie, en un rincón, sin saber dónde mirar. Una prenda, otra, otra más. No le deja ni el sostén. Rita, agitada, mira al techo. Por el rabillo del ojo ve caer sobre el cuerpo desnudo de Elena un camisón transparente. La doncella da las buenas noches y se va.

—Ven a la cama. No te irás a quedar ahí de pie toda la noche.

—No tengo camisón.

—¿Para qué lo quieres?

Rita se va quitando la ropa. De espaldas. Escondiendo su cuerpo con los movimientos de doblar la ropa. Para en el sujetador y las bragas. Imagina que es un biquini improvisado para evitar que la cara le estalle de rubor. Entra corriendo en la cama y busca las sábanas para ocultarse. 

—¿Te vas a tapar? Vamos a arder de calor.

Elena se levanta y enciende un ventilador. Al volver a la cama, se tumba de lado y apoya la cabeza sobre su mano. El aire le mueve el cabello y el corazón de Rita pega otro estrujón. Se cruzan las preguntas, las respuestas, las frases que se quedan a medias. No atienden tanto a las palabras como a otro diálogo más fiero: el de la piel, el de los sobresaltos de cada roce, el de la indecisión de acercarse o alejarse.

En un momento de risas, el pelo de Elena roza la cara de Rita. Es una descarga eléctrica. Un polo de atracción. Un imán. El universo entero se concentra ahora en el sabor de los labios de Elena. Eso debe ser el beso. Y lo que hace Blas, un bebedero de patos. 

 

 Sigue leyendo el capítulo 3

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Mar Abad es cofundadora de Yorokobu. Autora de Antiguas pero modernas , El folletín ilustrado y De estraperlo a postureo.

 

El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 1)

Habíamos juntado a varios autores del K.O. en una casa de campo en Cercedilla, en la sierra madrileña. Se acercaba el décimo aniversario de la editorial y María propuso invitar a “nuestros” escritores a pasar unos días en una casa rural que un amigo suyo nos alquilaría por un precio modesto. Había varios problemas: los ochenta y pico autores no cabrían juntos en una casa y tampoco teníamos dinero para pagarles el viaje a todos ellos, la mayoría de los cuales vivía en provincias remotas, incluso en países lejanos. Por suerte, tras cursar la invitación por mail con un flyer diseñado por Artur Galocha, muchos de ellos lamentaron no poder acudir por problemas de agenda y muchos deslizaron excusas refinadas que, está mal decirlo, recibimos con alivio.
—Aun así, son demasiados— se lamentó Albé.
—Pero son periodistas—, respondió Álvaro de un modo enigmático pero extrañamente tranquilizador.
 
La primera noche, poco después de que Ander Izagirre llegara entre vítores —había viajado en bici desde San Sebastián— saltó la noticia: el Gobierno había decretado el estado de alarma debido a la epidemia del coronavirus. Entre otras medidas, prohibía los desplazamientos dentro del país. Todo era irreal y confuso, como mirar nubes después de una siesta pesada. Editores y autores obligados a una convivencia forzosa sin fecha cercana de caducidad. “Habrá que alimentarlos y darlos de beber”, pensaron los editores con preocupación. Acostumbrados a vivir de los escritores, la inversión de roles se reveló como un giro social inquietante, casi subversivo.
 
La casa, perdida en el monte, no tenía wifi y solo se cazaba algo de cobertura debajo de las ramas de un castaño hostil. “Parece embrujado”, recuerdo que dijo Virginia Mendoza y que todos pensamos que tenía razón. Desconectados de las redes, el ocio quedó reducido a la conversación. La primera noche alguien dijo, medio en broma, que esa situación le recordaba al Decamerón de Bocaccio. Todos asintieron rápido, como buenos periodistas. Quienes no lo habían leído —la mayoría— eran capaces de decir cosas convincentes al respecto. Cosas como “El Decamerón es un Netflix medieval”, dijo Emilio a tientas. Silvia Cruz, que lo ha leído todo, de qué si no ese pelazo, dijo: “Leí el Decamerón con diez años. Cuando mi madre se enteró, casí me mata”. Y todos la admiramos un poco más.
En la confusión posterior, el coro de contadores de historias que eran ese puñado de periodistas encerrados en una casa de campo, tomó la decisión de imitar a Bocaccio: “Cada uno de nosotros contará una historia cada noche”. Daniel Utrilla, que había logrado volar milagrosamente desde Moscú a útima hora, y que juega con las palabras como un niño se divierte con muñecos de dinosaurios, se sirvió un vaso de vodka Beluga —con esa botella que brilla como el fuselaje de un cohete soviético— y remató la ocurrencia subido de pie en la mesa de la cocina:
—Esta noche nace el DeKOmerón
 
Después de unos momentos de duda, Galder Reguera tomó la palabra. Los que ya lo conocíamos sonreímos entusiasmados: sabíamos que hablaba como escribía.
 
Os voy a contar una historia, dijo:

Capítulo1: LA COARTADA ORTOGRÁFICA

GALDER REGUERA

De cómo escribir mal a veces te salva el pellejo

 

Yo debía de tener en torno a doce años, uno más uno menos, y estaba enamorado. En aquel tiempo, en mi clase se puso de moda el intercambio epistolar de corte romántico. A alguno de los otros chicos le debió de funcionar el declararse por carta, o algo así, y toda la tropa de cobardes enamorados de mi curso —raza que abunda en todo colegio— nos animamos a seguir su sendero.

Ella estaba en mi clase y se sentaba tres pupitres delante del mío. Se llamaba A., tenía los ojos azules, gafas grandes y rojas que recordaban a las de las azafatas del “Un, dos, tres…” y el pelo rubio peinado en dos coletas que caían a los lados en perfecta simetría, como los dos extremos de un telón abriéndose. Lo que se desvelaba era un cuello blanco y perfecto, que yo conocía de memoria y que hacía que mis notas se hubieran resentido, aún más, en los últimos meses, tiempo que había pasado desatendiendo a mis profesores por culpa de aquella suerte de inédita fuerza gravitatoria que hacía que mi mirada no pudiera desprenderse de esa nuca, de ese cuello, que era el objeto de mis ensoñaciones, de mi primer deseo y hoy es uno de los pocos recuerdos bellos de mi época en aquel colegio. Animado por la promesa de poder besarlo —nunca había besado a una chica y mucho menos en el cuello— decidí testar mi capacidad literaria en una carta dirigida a ella.

Nuestro profesor de literatura solía decir que para escribir bien hay que hacerlo como si nuestra vida dependiera de ello. Así afronté la tarea, porque así lo sentía de verdad. Para mí era una cuestión de vida o muerte. Durante varios días me debí solo a aquella carta. En clase mis profesores me creían concentrado en raíces cuadradas, ríos de España, reyes Godos, sin levantar la mirada del cuaderno. En casa mis padres me veían hacer los deberes y celebraban que por fin me hubiera centrado. Pero en realidad estaba intentando emular a los grandes poetas de la antigüedad, convocando a las ninfas. Incluso en el recreo, mientras mis amigos jugaban a fútbol, yo soñaba nuevas metáforas capaces de hacer estremecerse a la misma roca. En casa, durante la noche, me asomaba a la ventana esperando que el cielo estrellado se dignara en inspirarme versos dignos de ser rubricados con un beso de ella.

Volqué todo mi corazón en aquellas líneas que, por suerte, hoy no puedo leer. Están perdidas, y es mejor así, pues de ese modo su recuerdo permanece inmune a la realidad. Me gusta pensar que eran párrafos de encantadora literatura epistolar, capaces de transmitir a quien los leyera el enorme amor que sentía por ella.

El caso es que escribí y escribí y tras unas cuantas jornadas como efímero, prematuro e interesado poeta, di la carta por finalizada. La releí varias veces, algunas en voz alta. Me dije que si ella me escribiera eso a mí, me echaría sin dudarlo en sus brazos. Después, caí en la cuenta de una trivialidad: ella era ella y yo era yo. Ella era bella hasta tal punto que toda su consciencia estaba determinada por ese hecho. Era y se sabía hermosa. Yo no era feo, ni mucho menos, pero no gozaba de esa suerte de don por el cual las chicas te ven como alguien atractivo, ese toque incomprensible que hace que pases de la inmensa legión de nadies a ese pedestal ocupado por uno o dos niños con suerte cuyo nombre está escrito rodeado de corazones en las carpetas de las compañeras de clase.

Sin embargo, justo en el momento de firmar la carta, me dio por pensar en las consecuencias de lo que iba a hacer y me dominó el terror a su indiferencia o rechazo. Cualquiera de las dos posibilidades eran escenarios que no podría soportar. Me di cuenta de que entregándole aquella carta quedaba en la situación de inferioridad del que declara su amor sin tener seguridad en la respuesta, en la situación entre ridícula y espantosa de quien está desnudo frente a otro vestido con abrigo de piel. Pero, por otro lado, la carta había de llegar a su destino, pues estaba seducido por la remota posibilidad de que fuera la llave a un amor de novela.

¿Qué hacer?

Decidí mandar la carta, pero dejar una vía abierta para una posible huida. La firmé, sí (pues un anónimo no abría la posibilidad de besar su cuello), pero la firmé con intencionada falta ortográfica: “Galder Regera”.

Al día siguiente, cuando todos habían salido del aula camino del recreo, me acerqué a su mesa y dejé ahí el sobre que contenía mi primera declaración de amor. Me santigüé —siempre he sido un creyente interesado— y salí al patio. Allí volví a jugar fútbol, pero mi mente estaba muy lejos del balón, y ya se sabe que los futbolistas, como los escritores, necesitan de una gran imaginación para poder desarrollar bien su tarea. Así, fue comprensible, para mí, que en aquel recreo determinado por qué sucedería más tarde, jugara mucho peor que lo habitual. Era muy malo ya de por mí, pero la incompetencia no tiene límites.

Sonó el timbre. Volví al aula con el corazón a punto de estallar, y no por el esfuerzo realizado en el campo de juego. Mis amigos discutían intentando aclarar quienes iban ganando en la liga ficticia de dos equipos que se desarrollaba cada año. Yo no tomé parte en la discusión, poco me importaba en ese momento la victoria o derrota deportiva. Atendía asuntos mucho más urgentes.

Cuando entré en clase, ella tenía mi carta en sus manos y leía. Me senté en mi pupitre, aterrado. Ella se giraba de vez en cuando y me miraba con ojos que yo entendía de desprecio ilimitado. Yo evitaba su mirada, pero ya me temía lo peor. Finalmente, se levantó de su silla, y se acercó a mí. Como si portara en la mano una citación judicial o una ofensa, y yo fuera el denunciante o el ofensor, me preguntó, con ensayada altanería:

— ¿Se puede saber qué es esto?

Disimulé como nunca hasta entonces y como tantas tendría que hacer después en mi vida. Cogí la carta con fingida indiferencia e hice como si leía, como si no supiera de memoria qué era exactamente lo que contenía, como si cada palabra escrita con cuidada caligrafía no me recordara el momento preciso en el que fue trazada y no me hiciera revivir, pero ahora con el amargo sabor del desamor, la esperanza con que fue concebida.

— Una carta, por lo que parece –respondí finalmente.

— Pues que sepas que no tienes ninguna posibilidad conmigo, pringado —dijo, sonriendo cruelmente.

Después añadió un “más te gustaría” que revelaba la jerarquía en la que creía vivir, y de hecho vivía, en la que yo era alguien muy por debajo de ella, que no tenía posibilidad ninguna de acercarse a su pedestal. Un fiel reflejo de la realidad, en cualquier caso.

Me puse en pie. La miré fijamente a los ojos. Sentía un terrible dolor en el pecho. Me temblaban las piernas y por un momento creí que me iba a desmoronar. Pero saqué fuerzas de donde no las había. Forcé una sonrisa y decidí tomar la salida planeada e intentar revertir aquella situación tan temida y en la que me sentía tan humillado.

—Mira, bonita —dije—, no sé quién demonios habrá escrito esto. Pero yo no he sido. Mi apellido se escribe “Reguera”, con “u”, no “Regera”. Y no soy tan tonto de no saber escribir mi propio nombre. Supongo que será una broma que te ha gastado alguien, pero no yo. Así que no seas tan gilipollas y lárgate antes de que te cruce la cara de una bofetada.

Ella me quitó la carta de las manos con un gesto rápido y observó el detalle que le acababa de revelar. Su mirada fue del papel a mis ojos una y otra vez, hasta que se puso roja como un tomate —sé que la metáfora está gastada, pero es que así fue exactamente, como un tomate—, me pidió perdón con una voz casi imperceptible y volvió a su sitio con el rabo entre las piernas. Allí, y mientras yo la observaba a punto de estropear mi coartada ortográfica echándome a llorar delante de toda la clase, ella releía la carta. Se giró, mirándome una última vez. Yo, ignoro por qué, le guiñé el ojo y le sonreí. Con la mirada aún en mí, negó con la cabeza, dijo algo entre dientes, estrujó la carta y desde su pupitre lanzó un triple perfecto, encestando mis metáforas, mi alma, el amor que por ella sentía, en la papelera.

Alguien alabó su destreza baloncestística justo cuando entró el profesor en el aula. Tocaba clase de literatura. El maestro ordenó que nos sentáramos y comenzó su lección con una perorata sobre lo terriblemente importante que era saber escribir bien. Recuerdo que dijo que las palabras tienen un poder infinito, que bien usadas eran capaces de todo, incluso de lo que parece imposible. También que no hay nada peor que las faltas de ortografía, que dejan al autor en mal lugar.

Ahí dejé de escuchar. Observé con sensación de última vez el cuello de A., imaginando que se cerraba el telón que formaban sus coletas y después miré hacia la papelera, donde el primer texto que había escrito con el corazón en mi vida yacía, entre chicles mascados, papeles de aluminio y lápices rotos, convertido en basura.

 

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Galder Reguera acaba de publicar Libro de familia (Seix Barral). En Libros del K.O. ha coescrito, junto a Carlos Marañón, Quedará la ilusión.