El otro día, la bicicleta me llevó a La Zona. No sé si aún se le llamará así a esta callejuela donostiarra. Estaba vacía, salvo por unos marroquíes trapicheando, que miraron desconfiados. Sonreí para mis adentros: era en el mismo tramo donde décadas atrás uno debía estar atento, por si acaso. La fauna local cambia, la actitud tribal, no.
Vine mucho por aquí en los 90. La Zona, o calle de San Bartolomé, lo era de marcha. Había un tugurio de heavy metal – ya entonces reliquia casi ante las nuevas modas. Me gustaba por lo auténtico y porque en esa etapa combiné brevemente mi grunge con Pantera, Sepultura, Judas Priest y a veces los Iron. Enfrente estaba el “Zakro”. También lo frecuentaba– andaba medio enamorado de una de las camareras. Eran dos hermanas, siempre en falda corta y botas. En mi despertar sexual de los catorce años, ¿quizás me rondaba la idea informe de un trío? Entonces sonaba todo el tiempo Dover y su “Serenade”. Solía andar en la barra charlando con las hermanas, mientras bajaba un chupito tras otro. Una de esas noches de Zakro, cogí una de las peores borracheras de mi vida y terminé en la playa de la Concha. Alguno quiso probar a ver si se me pasaba entre las duchas y el mar. Un amigo me encontró tiritando y llevó a hombros a casa.
No pude reconocer dónde exactamente habían estado ambos bares. En su lugar, andamios y fachadas descoloridas. Como si me hubiera tele-transportado a un futuro distópico, volvía a una Zona radiactiva en busca de trazas agónicas de mi pasado.
Bici en mano, paré delante de otro local de puertas negras tapiadas y cristales oscuros. Me asomé: dentro, polvo y otras señales de abandono. En su día era para mayores de 18, pero siempre lograba entrar. Marta y yo nos enrollamos ahí una noche de enero del 98, la víspera de San Sebastián. Apoyados junto a la entrada, su peso presionaba sobre mi brazo escayolado (me había torcido la muñeca en la nieve), pero daba igual: fue una noche feliz. Al lado, el bar donde vi por primera vez a la Oreja de Van Gogh justo antes de su boom. Recuerdo hablar con el bajista, Alvarete, y sus palabras: “¡La promo va bien!”. Lo único abierto ahora era una tienda china de comestibles.
Pedaleé hasta la esquina donde me ofrecieron pastillas por primera vez. En un portal cercano tuve uno de mis encontronazos con quinquis por mi pelo largo. “¡Parece una chica!”. Las tornas cambiaron cuando pegué el estirón y me salió barba de verdad, no bozo. Sigue habiendo demasiado malo en esta ciudad tan pija y con cada vez menos alma.
Antes de enfilar la calle San Martín, el reflejo de uno de los sucios escaparates me devolvió por un segundo la mirada de un adolescente sonriente, con fe en el mundo y el ser humano. Volví a mirar pero ahí solo había un hombre en bicicleta. Ese chico murió hace mucho, quizás lo soñé todo. Un malhumorado conductor me sacó del ensimismamiento y de la Zona.
Luigi me reclamó por wasap tres adjetivos para Santiago de Chile. Leí el mensaje en mi mesón 167 de la Furia del Libro en la estación Mapocho, un hangar de zepelín repleto de poetas y feriantes, sostenido con vigas metálicas oscilantes para resistir temblores, a la orilla del cauce de un río seco con muros decorados con proclamas políticas, junto a un mercado de abastos donde una fabuladora mesera colombiana nos ofreció una mesa con “vistas al mar,” cerca de una tienda de sombreros —fundada por un señor de Torrelevaga— donde un mono lleva décadas golpeando el escaparate con un bastón, enfrente de una piscina diseñada por el arquitecto Luciano Kulczewski, también conocido como el hombre que diseñó Santiago, que desde fuera parece un edificio en ruinas y, por dentro, un balneario de Bucarest alrededor de 1986.
Santiago sucede despacio. Es una ciudad colosal, pero no parece atravesada por un escalofrío de desmesura. No tecleo el adjetivo ´lenta’ ni ‘pausada’ en el móvil porque intuyo que es una observación errónea o directamente estúpida aplicada a una ciudad de pluriempleados. Cuesta mucho desprenderse de las primeras sensaciones, pueden funcionar con las personas, rara vez con las ciudades.
Santiago es una ciudad de tiempo menguante. Después del estallido de 2019 y de los confinamientos del covid, ha perdido un par de horas al día. “Todo cierra antes”, escucho. Las tiendas, los bares. En la plaza Italia un soldado vigila la base vacía de un monumento al que le falta el caballo y le falta el militar encima del caballo. Se convirtió en objeto de burla y ataques (le cortaron una pata al caballo, leo fascinado en un artículo severo de Wikipedia, que imagino escrito en el móvil por ese soldado vigilante y aburrido y algo rencoroso) por parte de los manifestantes, así que el ejército retiró la estatua para evitar oprobios. Ese militar vigilando la nada no es un capricho surrealista, no es una metáfora. Tampoco es un adjetivo válido para mi descripción fallida de Santiago. Es un paréntesis. Santiago es una ciudad en calma, hasta que estalla.
Santiago es una ciudad en retirada que no para de crecer: “Ya no llueve, hay que marcharse al sur”, me dicen muchas personas en contextos aleatorios. En la primera noche en casa de Hugo y Gisela se habló de fantasmas y temblores, de las diferencias de textura entre el congrio rojo y el congrio negro. Los chilenos me contaron muchas historias esos días. El santiaguino es un narrador moroso, sin elipsis, tal vez porque vive en una ciudad que sucede despacio, entre paréntesis.
Javier Martín, camiseta gótica, chiva larga, aspecto de dueño de bar de Carabanchel, es delegado de Efe en Chile, después de 20 años en Oriente Medio. La tarde del sábado en Mapocho, el hangar repleto de lectores y de libros, repasa las ciudades donde vivió las últimas dos décadas: El Cairo, Jerusalén, Damasco, Trípoli, Bagdad, Beirut. La conversación, no recuerdo cómo, nos lleva a una conclusión irrefutable, demente, luminosa: “Santiago es como Teherán”. Hugo nos mira con asombro, acaso con espanto, intentamos argumentar la boutade: rodeada de montañas, muy contaminada, escala social ascendente a medida que se sube de altitud. Explicar una metáfora es un ejercicio grotesco.
Sergio Parra, librero de Metales pesados, personaje del Poeta chileno, de Zambra, amigo de Lemebel, tiene un rictus de Dustin Hoffman cuando ríe criticando a los inútiles que renunciaron a que Chile sea el país invitado a la feria de Frankfurt, y se da un aire a Leonard Cohen si Leonard Cohen fuese librero en Santiago de Chile.
Me gustaron sus lentes, me dice riendo la camarera de la pastelería Eric Kayser, en el aeropuerto de Santiago, antes de embarcar ¿Y si fuera una orden secreta del Ministerio de turismo a todos los trabajadores del aeropuerto? Pedirles que reciten, sin venir a cuento, de sorpresa, una frase inesperada y feliz a los pasajeros que abandonan Chile.
Necesito convencer a mis socios de la importancia estratégica del mercado chileno. Vender libros será la tapadera para encontrar tres adjetivos para Luigi y para contar Santiago sin elipsis, como haría un santiaguino.
Serían más o menos las seis y media de la tarde. Amaia tocaba a las siete en punto en el festival de Les Arts, en Valencia. Aunque le ponían coche, su hotel estaba tan cerca que prefirió abrir Google Maps y acudir caminando. No tuvo en cuenta, claro, que el navegador la llevaría a la entrada principal del festival, y no al acceso de los artistas. Cuando cayó en ello, era demasiado tarde para dar la vuelta al recinto. Así que, allí estaba ella, a diez minutos de empezar, haciendo cola para entrar a su propio concierto. Cuando llegó al acceso, el guardia de seguridad le impidió el paso por no tener entrada —qué maravilla— pero enseguida consiguió acceder. Abriéndose camino entre su propio público y saltando una valla, logró llegar al escenario. Cinco minutos tarde, con el pelo mojado, el agobio en el cuerpo y haciendo la segunda cosa que mejor se le da: pedir disculpas. Acto seguido, procedió a hacer la primera: emocionar.
Ocurrió en 2019 y, aunque seguramente ella lo viera como una cagada, estoy convencida de que aquella fue la mejor presentación que podría haber hecho de su show. Una clara declaración de intenciones de lo que el público estaba a punto de ver: a Amaia. Sin más pretensiones. Sin confeti, ni luces, ni excentricidades. El punto de encuentro entre lo marciano y lo terrestre. Lo divino y lo mundano. La combinación explosiva de un talento insultante con un carisma de lo más corriente.
Amaia encaja igual de bien en la cabeza de cartel de un festival, que en la cola del mismo. Supongo que por eso verla actuar es navegar constantemente en la ambivalencia de pensar al mismo tiempo: “Soy yo real” y “Esta tía no es real”.
En Bienvenidos al Show, la canción con la que arranca su último álbum dice: "quiero ser lo que se espera de mí, y seguir siendo yo a la vez". Y creo que, de una forma u otra, es a lo que aspiramos todos. A encajar en el mundo sin perder nuestra esencia. A vivir en sociedad respetando nuestra individualidad.
Por eso funciona tan bien. Por cómo vive y se expresa en esa dualidad entre ser ella misma y, a la vez, emocionar a los demás.
Porque, en definitiva, Amaia es el salto de esa valla que separaba aquel día en Valencia al público del escenario. El salto entre nosotros mismos y nuestro papel en el mundo.
Hay una cuenta de Instagram que sube fotos de parejas para que intentes adivinar si los retratados son hermanos o están saliendo. Y no es fácil. ¿Por qué nos parecemos físicamente a las personas que nos gustan? Una búsqueda rápida me descubre que esto debe tener algún fundamento científico, pero me parece demasiado fatalista pensar que es solo eso.
Hay veces que me gustaría hacer eso que decía Amaia en una canción de meterme por la nariz de alguien hasta llegar a su cerebro. Asumir la visión del mundo a través de sus ojos; tiene algo tranquilizador, la idea de desaparecer en una identificación total.
Caroline Polachek lo dice con alarde de concisión en el título de su último disco: “Desire, I Want To Turn Into You”. Deseo, quiero convertirme en ti. Según el día, me suena al grito de guerra de una desquiciada o a lo más bonito que se ha dicho nunca. De alguna forma, nos reafirma convertirnos en algo (o alguien) que nos gusta.
Me da la sensación de que estos intentos de parecerse al otro, deliberados o no, son torpes tentativas de abrir un butrón que conecte directamente con eso que nos gusta de él (que amamos, admiramos, envidiamos o codiciamos, depende), sin la palabrería y las cosas que solemos encontrar en el espacio entre nosotros y los demás.
Es un impulso irracional y oscuro que tiene algo como de urraca. Inevitable. Que nace, como las frases de Amaia y Caroline Polachek, de la impaciencia y el anhelo desesperado de conocer a alguien y que nos conozca ante la imposibilidad de intercambiar cerebros.
Sin la poética de las canciones, queda menos elegante: pienso en las fotos de Brad Pitt cambiando de pelo según su pareja. Me producen un rechazo casi visceral y al mismo tiempo muchísima curiosidad. Imagino que unas mechas rubias en este caso no son solo eso, son el reflejo deslustrado de otra cosa. Puede ser que esté proyectando.
Porque el butrón no comunica con nada y la única manera de cruzar el espacio que nos separa de alguien es sufriendo un poco y hablando mucho. Con suerte encontramos esa otra cosa pero, en cualquier caso, es mejor que imaginar que estaba ahí. Con todo y mientras tanto (porque esto es muy fácil decirlo): Brad, yo te entiendo.
La melancolía es lo contrario a la ilusión, la alegría o el fervor, eso dice el diccionario de sinónimos y antónimos. Yo no vivo cómodo en esa definición y para mí la melancolía no está asociada a la tristeza. Es un lugar en el que habito en un pasado feliz y necesariamente mejor, de recuerdos impostados y de detalles maquiavélicamente pulidos, como los trozos de cristal que el mar devuelve romos y asombrosamente redondos.
La realidad me dice que hoy, HOY, se cumplen 26 años del lanzamiento de OK Computer.
En mi cabeza es domingo, tengo mucho bajón y algo de resaca, me pongo por primera vez la cinta de OK Computer, empieza “Airbag”, tuerzo el gesto. No me está gustando mucho, este disco no pinta bien, me digo con excepcional tino. Pero no lo paro, ni ese día ni muchos otros en los que devoro el disco una y otra vez.
En mi cabeza suena instintivamente “Let down” y estoy deambulando cerca de la Escuela de arquitectura de la UPM, porque me he hecho con unas claves de internet de un alumno amigo mío y allí tienen los mejores ordenadores de Madrid para conectarse a internet, una cosa que el 21 de mayo de 1997 muy poca gente hace, y menos aún tener internet en su casa. 26 años después me sorprendo en este teclado desde el que llevo las cuentas y en una parte pequeña las riendas de ¡Oh cielos! Una editorial y una productora. Pero ¿qué broma es esta? Yo estoy escuchando “Lucky” en el discman, porque ya tengo el disco original, bajando por la calle Velarde hacia el Dosde, allá imagino que estarán mis amigos con unas litronas porque realmente no he quedado con ellos, simplemente nos encontraremos.
Estoy en segundo de ADE, en la biblioteca de Ciencias Económicas y Empresariales de la Complu, me examino dentro de poco de Matemáticas financieras, no la aprobaré en esta convocatoria, suena “No surprises” y mi cabeza piensa obsesivamente en una sola persona, y sabe a ciencia cierta que esa persona no está pensando en ese momento en mí. “No surprises”, suspiro.
Suena Radio3, el programa se llama Bulevar y pinchan “Karma Police”, es verano, estoy estudiando toda la pila de asignaturas que me han quedado para septiembre, entre ellas claro matemáticas financieras, estoy en la escuela de Industriales, en la Castellana, hace muchísimo calor y el bedel anda como loco hablando solo… “Al alcalde le van a dar un premio, ¡tapones en agosto!¡tapones en agosto!”, el calor es insoportable y cada muy poco tiempo salimos al césped a tomar unas cervezas, así no aprobaré nada, efectivamente acabaré aprobando muy pocas asignaturas. Quién sabe cuál es la razón por la que hoy el aniversario de este disco tenga este efecto hipnótico sobre mí, quizás sea porque lo escuché con la furia de los veinte años, quizás porque lo devoré con la rabia de quien quiere conocerlo todo, empaparse del mundo e inmolarse contra él, porque había que estar en el mundo y ser el mundo, y solo la música tiene la capacidad de hacernos sentir que pertenecemos a algo cuando tienes esa edad en la que necesitas adhesiones inquebrantables y certezas absolutas.
Hay primeras veces que todos recordamos. Nuestro primer concierto, los gritos de los de atrás, el calor. Nuestra primera borrachera, esa sensación extraña de ser tú y no al mismo tiempo, el patinazo de la lengua. La primera vez, a secas, casi siempre torpe. Hay otras que alguien recuerda por nosotros. Nuestra primera palabra, mamá o papá o agua, nuestro primer diente abriéndose hueco con dolor y lágrimas. Un paso. El primero de los muchos.
Hay otras que pasan un poquito más desapercibidas. Tienen menos presencia, no son tan clickbait, no atraen igual. Son esas que nadie espera escuchar cuando pregunta “oye, cuándo fue la primera vez que”. Las primeras oportunidades, por ejemplo. Los rostros, las manos, que están detrás de ellas. Valientes exploradores capaces de ver más allá, de lo común, del camino fácil. Que no se dejan contaminar por los estereotipos típicos que, de forma constante, berrean voces ajenas. Los jóvenes esto, la inexperiencia lo otro. Apostar por las tabulas rasas es insólito. Cada vez más. ¿Quién es el loco que elige a un canterano para desempeñar una función en la que podrían brillar otros, con una larga experiencia y nombre? ¿Quién el que decide ayudar a otros a escribir(se) de cero? Qué inconsciencia. Quién, quién, quién.
Esos quiénes no abundan, pero los hay. Y menos mal, y cuánta falta que así sea. Por eso brindo hoy por ellos. Por esa gente que apuesta, la que lo hizo conmigo, la que tendrá siempre un lugar en mi memoria y en mi lista de primeras veces. La de las realmente importantes. La de verdad.
Mientras Natalia Ginzburg vivió en los Abruzos no conoció la felicidad. Destinada allí junto con su familia como “internada civil de guerra”, se sumió en rutinas, vecinos y tedios. Su esperanza se sostenía en ver los días alargarse, el tiempo mejorar; ser consciente del inexorable advenimiento de la primavera. Y sin embargo, años después, ya en la ciudad, cuando recordaba los paseos invernales de la mano de sus hijos bajo miradas conocidas y caminos habituales, los extrañaba.
Yo no acostumbro a tener compañía en mis paseos. Tampoco me cruzo con caras cómplices. Ni me acerco a la apatía que confiesa Ginzburg en ese primer texto de Las pequeñas virtudes. Pero sí que entiendo su desesperanza al recordar momentos del pasado. Y sentirme invadido de una nostalgia que probablemente empañe el recuerdo de forma muy tramposa.
No creo que los grandes cambios me preocupen más o menos que lo que le preocupan a todo el mundo. Me aterran más los finales silenciosos de pequeñas rutinas. Hacer algo que tengo incorporado a mi día a día por última vez pero sin ser consciente de ello. Estas pequeñeces van acumulándose de forma imperceptible y poco a poco moldean a una persona que cambia sin darse cuenta.
Como una persona a la que le gusta tener las cosas bajo control, el hecho de no poder guiar ni interpretar el significado de estos cambios me perturba. ¿Qué implica que llamara por su nombre a mi frutero por última vez sin ser plenamente consciente? ¿O que recorriera el camino a casa de un amigo sin pararme a pensar dos veces que nunca más estaría él tras la voz del telefonillo? ¿Qué parte de mi esencia está en las cosas que dejo de hacer sin querer?
Pienso que si viviéramos anticipando que todo lo que hacemos va a terminarse acabaríamos por no hacer nada. Que el final inesperado es necesariamente discreto. Y, sin embargo, no dejo de preguntarme si ahora hubiese caminado distinto aquellos pasos de camino a la casa de mi amigo, más conscientes y solemnes; o si hubiese puesto más empeño en las señas que le hacía a mi abuela intuyendo que aquella iba a ser la última partida que echaríamos a la brisca.
No sé si Natalia Ginzburg tomaría con más fuerza la mano de su hijo en los paseos invernales en los Abruzos de saber que algún día se acabarían y ella acabaría extrañándolos. Tampoco sé si esa consciencia le hubiera hecho disfrutar más o menos de aquello. No tengo certezas de ningún tipo. Y, sin embargo, algo me dice que no se puede vivir pendiente de los cambios. Que la única forma de apreciar algo es vivirlo con la emoción de querer vivirlo siempre. Y que si ignoramos por un tiempo que algo terminó de forma silenciosa es porque intuimos que nada tendría por qué cambiar. Para bien o no. Simplemente eso.
A veces se me caen frases melodramáticas. “Mi vida es una búsqueda imposible del silencio”, le dije a Lucía en la oficina, mientras huía de la sala grande del fondo (soleada, con gotelé, ruidosísima si abres la ventana, llena de gente algunas mañanas, tácticas sucias de supervivencia en la lucha por el espacio: Patxi ha llegado a colocar una foto con su hijo) hacia la Sala Astiberri (así llamada en recuerdo de la época en que la mejor editorial de comic española habitó junto a nosotros) en busca de algo parecido a un paréntesis de silencio que me permitiera escribir el texto de contra del próximo libro.
Soy una persona razonablemente maniática, pero he cumplido 44 años sin una mesa de trabajo propia. En casa, me echó mi mujer de una habitación a la que llamamos despacho como podríamos llamarla central nuclear de Islamabad, y caí en la cocina al ritmo, exquisitamente demente, de la centrifugadora a full. De la ofi me ha echado gente sonriente que ha llenado mi antiguo despacho con pantallas gigantes y teclados de colores. Dicen mis socios que es porque hemos montado una productora: prefiero pensar que son espías, prefiero pensar que dominan el mundo. La sala grande, de donde huía al principio de este artículo, es una sala feliz, que es lo contrario a la concentración. Y en ese mendigar una mesa en silencio, en ese sueño de despacho propio, me acuerdo siempre de mi otra gran frase desde que fui padre: “ja, aquí me gustaría ver a mí a Jorge Herralde”.
Fueron siete letras. O tal vez diez. No lo sé. Pero su erre alargada por el acento me hizo senir de nuevo como en casa. Podría haber saludado con cualquier frase típica de encuentros casuales entre viejos amigos. O con el socorrido “qué tal en Ucrania. Duro, ¿no?”, al que todavía no he encontrado respuesta. Pero no. Sara me escupió con alcohol una expresión que nunca antes me habían dicho en la puerta de una discoteca.
Y no sé si es porque en el norte nos cuesta mostrar afecto, o qué, pero al escuchar su h-e-r-r-r-r-m-o-s-o imaginé a mi difunta abuela María, vestida con camisón, pantuflas desgastadas, y el labio caído, diciéndome que me veía más gordo. Porque en Navarra no hay excusas ni huesos anchos. Grandote, majetón, recio… todo sirve para decir que estás de buen año.
Aunque esto, en realidad, lo pensé más tarde. En el momento tan solo noté que a Sara le habían quitado el aparato y que el chico al que agarraba de la mano no era su novio.
Algo ha cambiado en tu mirada, dijo de repente. Y solo pude mover la ceja para ganar tiempo. Hay silencios de los que uno necesita recuperarse más que de un puñetazo. Mientras, en mi cabeza brotaban los rostros de Dennis, Miroslava, Andrii, y una mujer a la que decidí no preguntar su nombre cuando acariciaba por última vez a su marido, inerte sobre el asfalto de Bakhmut.
También recordé a un tal Sergi—capaz de vender un boli a un manco— que publicitaba en los colegios de Pamplona el grado de Periodismo con la historia de un abogado catalán que había dejado todo para cabalgar su moto hasta Mostar y cubrir la guerra de Bosnia con el afán de cambiar el mundo. Intuyo los motivos que le llevaron a obviar su posterior asesinato en Sierra Leona, igual que eludió describir el olor de una morgue que no da abasto, el frío en el estómago al escuchar el silbido de proyectiles que parecen llevar tu nombre o la mirada perdida de los cadáveres que descansan a la entrada de ciudades donde se libran los combates. Él solo repitió una idea: ser los ojos y oídos de la sociedad. Los ojos de la guerra.