Se hizo un silencio de submarino hundido después de escuchar el relato de Utrilla: una rata portadora de la peste es más terrorífica que una manada de zombies. Es curioso, pensaron, cómo han envejecido en unos pocos días todas las películas de catástrofes. No eran los ovnis del cielo; era la claustrofobia y la peste y los ciudadanos convertidos en policías. La clave narrativa de los relatos apocalípticos del futuro será su capacididad para mostrar la extrañeza cotidiana que todos sentimos ahora y que tanto nos costará explicar a nuestros hijos y nietos cuando todo esto haya pasado y les digamos cosas como: "Sois unos malcriados. Vuestras preoucupaciones son estúpidas. No sabéis valorar la salud ni libertad de poder salir a la calle". Nos escucharán como nosotros mismos nos hubiésemos escuchado hace una semana.
Era ya de madrugada cuando algunos autores anunciaron que se iban a su alcoba.
—Esperad. Dejadme contaros un cuento muy breve. Tal vez así logréis iros a dormir con el espíritu más ligero. No hace falta que os sentéis siquiera. Quedaos así, de pie, en la puerta del salón— dijo Francisco Uzcanga, sonriendo como un ballenero.
En el centro de la plaza hoy tan vacía, justo ahí donde está la boca de metro con esa cubierta desconcertante, había hace tiempo una fuente resquebrajada y, la mayoría de las veces, seca. En el pilón solía apoyarse una pareja de mendigos. Ella miraba a la nada y él exhibía una herida abierta en el muslo desnudo. Juntos cantaban la letanía con la que trataban de ablandar a los viandantes: «¡Misericordia para una pobre ciega y un soldado cojo que estuvo preso en Argel!». Un hombre de negro se paró ante ellos y, dirigiéndose a él, le espetó bruscamente que debería curarse la herida, si acaso taparla. El cojo, que tenía algo de Diógenes, redobló la brusquedad y contestó: «Pedimos limosna, no consejo».
El hombre de negro comentó el incidente a su superior y este ordenó detener a una pareja sobre la que ya circulaban rumores. Que eran falsos mendigos, que ella veía un gorrión a cien pasos y que él nunca estuvo en Argel; que el tajo fue en una pendencia y que lo mantenía fresco gracias a un ungüento que mezclaba ella, que era bruja y fabricaba además polvo de los huesos de cadáveres que él desenterraba por las noches; que habían convertido ese polvo en oro porque lo vendían a damas principales que hechizaban con él a sus hombres deseados.
Tres semanas después se celebró el auto de fe. El hombre de negro habló con voz crispada de recetas satánicas, fórmulas nigrománticas, cuartos secretos, correspondencias inconfesables, favores escabrosos y delitos abominables. Su superior se levantó con ceremonia y procedió a leer la sentencia: a ella, concubina y cómplice, a que abjure de vehementi, a que sea instruida y fortificada durante un mes por un guía espiritual, con ayuno de pan y agua los viernes, a salir por las calles a la vergüenza pública y a penar dos años en una casa de penitencia. A él, concubino y autor principal, a que abjure de vehementi, a que sea instruido y fortificado durante un mes por un guía espiritual, con ayuno de pan y agua los viernes, a salir por las calles a la vergüenza pública y a sufrir cinco años de presidio en África.
Se preparó a los reos para la vergüenza pública. Les pusieron dogales al cuello y capirotes adornados con dibujos de serpientes, lagartos y cucarachas. Les subieron a unos asnos y les sacaron a la calle. Al frente de la comitiva iba el alguacil y a los lados una compañía de granaderos. El público agolpado en la acera miraba en silencio, sin rastro de escarnio, más bien afligido y timorato. Hasta que uno se adelantó, sorteó a los guardias y alcanzó un pedazo de pan a la rea. Otro le siguió con una frasca de vino para el reo. Empezaron a oírse vítores, aplausos, y de un balcón resonó el grito de una mujer: «¡Vivan los novios!».
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Francisco Uzcanga es autor de El café sobre el volcán.
Emilio Sánchez Mediavilla
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