El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 2)

Después de escuchar el relato de Galder, los autores compartieron sus propias historias de amores contrariados de infancia. Descubrieron asombrados que todos habían escrito cartas de amor en el colegio, pero siempre con finales tristes, humillantes o, en el mejor de los casos, indiferentes. La escritura es un arte que tarda en dar frutos, convinieron todos con una mezcla de resignación y orgullo.

Hubo un amago desganado de irse a dormir. Fue entonces cuando Mar Abad tomó la palabra y anunció que contaría la siguiente historia:

—Esta es también una historia de amor.

 

 

CAPÍTULO 2: EL BESO

MAR ABAD

 De descargas eléctricas más intensas que las bombas

 

Fuera están zumbando las bombas. Dentro Rita y su marido no saben qué hacer. Intentan disimular el miedo cogiendo un libro. Mirándolo y no leyéndolo. No pueden; el terror hace que los renglones se pisen y ahí no hay quien se entere de nada. Ella va a la cocina a entretener el pánico pelando unas zanahorias. Raspa, raspa y al ver las virutas naranjas volar hacia el plato piensa que eso mismo es lo que tienen que hacer: salir disparados de Madrid y buscar refugio en algún lugar más seguro. 

Rita va al salón y dice a su marido:

—Blas, debemos irnos. En Madrid nos van a freír. Y no será con aceite. No nos queda una chispa. Va a ser con esas bombas y esas escopetas que se oyen ahí afuera. 

El esposo se queda en silencio. Deja un tiempo prudencial para mostrar que, en su cabeza, el asunto se piensa de verdad. Para aparentar que, en sus manos, el tema se hace sólido. Para que este sigilo sea lo suficientemente largo para que parezca que la idea ha sido suya.

—Rita —dice, con voz grave—. Haz las maletas. He decidido que nos vamos a Valencia. En cuanto la cosa esté tranquila, marchamos.

Les basta un día para poder coger un tren. Van hacinados, paran sin explicación a mitad de camino, hay soldados y escopetas por todos lados. Al fin, entrando la noche, llegan a Valencia. Él tiene una prima que vive cerca de la Malvarrosa. Van a su casa arrastrando las maletas y tocan a la puerta. Manuela aparta los visillos. Desconfiada, acerca la cabeza al cristal y, al verlos, abre de inmediato.

—¡Primos! ¿Qué ha pasado? ¿Qué hacéis aquí? 

Manuela les prepara una habitación y les dice que se queden hasta que pase la chicharra en Madrid. Los días se hacen largos. Rita y Blas no saben qué hacer, cómo van a ocupar sus días. Ella no quiere confinarse a fregar suelos y hacer croché. No ha podido traer sus pinturas ni sus caballetes y se desespera. 

Una mañana sale a dar un paseo y ve una tienda de cuadros. Entra. Al fondo ve a una mujer ordenando lienzos. Tiene una melena castaña que, más que caer sobre sus hombros, parece flotar. Los brazos se mueven como cintas al viento. Es una ópera sonando en silencio. 

De pronto la mujer advierte que hay alguien detrás del mostrador. Deja los lienzos en el suelo. Mira de lejos a Rita y sonríe. Va hasta ella para atenderle. Hablan. Y hablan. Y es tan delicioso que deciden que mañana, cuando cierre la tienda, volverán a verse, pero esta vez para pintar un rato juntas.

Rita vuelve a casa por un camino diferente. Es la misma ruta pero el sol brilla en otro color. El ruido de la ciudad ni se oye. Los adoquines parecen lanzarla al cielo más que agarrarla al suelo. La mujer de la tienda se llama Elena, piensa, y pasea su nombre mil veces por su cabeza. Es un sonido que la acaricia como un pañuelo de seda. 

Al día siguiente, a la hora acordada, Rita llega a la tienda. Al abrir la puerta, se cierra su estómago. Elena la mira y ella se siente perdida. Indefensa. Titubea. Van al estudio de atrás. Miran libros, miran cuadros. Hablan de ellos. El dedo que señala, la mano que pasa las páginas. La noche las envuelve entre pinceles y carboncillos. Entre paletas y caballetes. Entre colores y media luz. 

En el hombro de Rita se apoya de pronto un mechón del cabello de Elena. Advierte que se ha acercado a ver qué pinta y, de la impresión, casi clava el pincel en el lienzo. La abordan unos nervios desconocidos. El mechón se aleja y siente que le roza la cara. El corazón le pega una puñada. Las manos le arden de frío. Su voz se congela. 

Elena vuelve a sus pinturas y Rita está en punto muerto. Hace unos días las bombas torpedeaban la concentración de su lectura. Era razonable, ¿pero esto? El cabello de una mujer le ha nublado la visión y está al borde del desmayo. 

—Rita.

—¿Sí?

—Acércate a ver estos libros. 

Elena está sentada en un sofá de cuero rojo. Más bella que el infinito. Rita no controla bien la fuerza de sus piernas. Tiene que pensar cómo ponerse de pie e ir hasta allí sin que se le note un cierto temblor. Están una frente a otra. Van pasándose los libros. Hablan, haciéndose las distraídas, como si esto no fuera la excusa para tocarse las manos.   

De repente, fuera, se oyen gritos. Parece una pelea, una revuelta, quizá la propia guerra. Hay tiros y aullidos salvajes: «¡Rojos de mieeerda!».

—¡Dios mío! Tendrás que quedarte a dormir. Esos fascistas han salido de cacería esta noche —exclama Elena—. Mi casa está en el piso de arriba. ¡Subamos!

Las dos mujeres cierran las puertas y ventanas lo mejor que pueden para que nadie pueda entrar. Una criada baja corriendo, las ayuda y al momento suben a la planta de arriba. Resoplan. Rita se queda parada junto a la escalera y Elena le dice:

—Tú dormirás conmigo.  

Entran en la habitación y Rita ve que solo hay una cama. 

—¿Y tu marido? 

—Yo no tengo marido. ¿Para qué quiero eso?

Hace unos minutos el mechón de pelo de Elena la arrancó de cualquier coordenada física de la Tierra. Ahora se dinamita el tiempo. Esa frase, esa frase. «Para qué quiero eso». Es tan raro escuchar algo así en estos malditos años 30. 

Elena se sienta en la cama. La doncella entra y empieza a quitarle ropa. Rita está de pie, en un rincón, sin saber dónde mirar. Una prenda, otra, otra más. No le deja ni el sostén. Rita, agitada, mira al techo. Por el rabillo del ojo ve caer sobre el cuerpo desnudo de Elena un camisón transparente. La doncella da las buenas noches y se va.

—Ven a la cama. No te irás a quedar ahí de pie toda la noche.

—No tengo camisón.

—¿Para qué lo quieres?

Rita se va quitando la ropa. De espaldas. Escondiendo su cuerpo con los movimientos de doblar la ropa. Para en el sujetador y las bragas. Imagina que es un biquini improvisado para evitar que la cara le estalle de rubor. Entra corriendo en la cama y busca las sábanas para ocultarse. 

—¿Te vas a tapar? Vamos a arder de calor.

Elena se levanta y enciende un ventilador. Al volver a la cama, se tumba de lado y apoya la cabeza sobre su mano. El aire le mueve el cabello y el corazón de Rita pega otro estrujón. Se cruzan las preguntas, las respuestas, las frases que se quedan a medias. No atienden tanto a las palabras como a otro diálogo más fiero: el de la piel, el de los sobresaltos de cada roce, el de la indecisión de acercarse o alejarse.

En un momento de risas, el pelo de Elena roza la cara de Rita. Es una descarga eléctrica. Un polo de atracción. Un imán. El universo entero se concentra ahora en el sabor de los labios de Elena. Eso debe ser el beso. Y lo que hace Blas, un bebedero de patos. 

 

 Sigue leyendo el capítulo 3

----

 

Mar Abad es cofundadora de Yorokobu. Autora de Antiguas pero modernas , El folletín ilustrado y De estraperlo a postureo.

 


Emilio Sánchez Mediavilla
Emilio Sánchez Mediavilla

Autor



Dejar un comentario

Los comentarios se aprobarán antes de mostrarse.