Los ladridos lejanos de los perros sonaron a aullidos de hiena. Que los perros se convirtiesen en hienas era fruto del cuento de Ander Izagirre, y todos celebraron esa metamorfosis sensorial como un éxito de la literatura: ya se sabe que un coro de escritores tiende siempre a ponerse estupendo. Preferían atribuir esa alucinación al poder evocador de la literatura que al miedo desnudo a la peste.
Habían fijado una norma sagrada la primera noche de confinamiento: cada uno contaría su cuento cuando quisiese, sin presión del grupo. Nadie podía pedir en voz alta que otra persona tomara la palabra. Por esa razón, nadie esa noche pronunció su nombre, pero todos hicieron trampas con sus miradas: confiaban en culminar la primera semana de confinamiento con una dosis del humor luminoso de Lucía Taboada.
Como si locutase en directo desde el estudio de Gran Vía de la cadena Ser, Lucía acercó su cabeza a un micrófono inexistente y comenzó su relato:
Cuando tenía ocho años perdí un dedo. Pensaréis que uno puede perder el teléfono, la cartera, las llaves, pero que no es nada fácil perder un dedo. Pues yo lo perdí. Me corté con la motosierra de mi padre y el dedo salió despedido como un proyectil más allá de la valla del jardín. Recuerdo la sangre brotando a borbotones sobre toda esta hierba verde y amarilla. Aquello parecía un cuadro de Piet Mondrian. Rebuscaron durante horas entre chaparros y maleza pero nunca apareció; como si se lo hubiese tragado la tierra. Mi teoría es que, en realidad, se lo tragó el perro. Así que ahora cuando alguien ve mi muñón y me pregunta, o se queda mirándolo durante segundos sin atreverse a decir nada, tomo la iniciativa y digo que lo perdí. Entonces me miran todavía peor.
Desde que perdí mi dedo corazón creo firmemente que la mala suerte me persigue, así que he ideado una serie de pequeños rituales para combatirla, como Jack Nicholson en ‘Mejor Imposible’. Por ejemplo, antes de dormir apago y enciendo las luces de la habitación ocho veces, justo la edad que tenía cuando me quedé con nueve dedos. También cierro y abro las puertas del armario ocho veces. Y doy ocho pasos, ni uno más, ni uno menos, desde el armario a la cama.
Durante unos meses viví en un apartamento tan minúsculo en Sand Hill Road que la distancia entre el armario y la cama apenas sumaba cuatro pasos. Para poder cumplir con mi rutina andaba de puntillas, con los pies completamente arqueados. Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Como consecuencia de este esfuerzo ímprobo me fracturé el quinto metatarsiano del pie derecho dos veces. En el hospital expliqué en sendas ocasiones que practicaba ballet siguiendo el tutorial de Youtube. No quería que me tomasen por loco, ni mucho menos por obsesivo.
Con Gilda, sin embargo, nunca tuve la necesidad de ocultar, ni de aparentar nada. La conocí hace dos años. Yo estudiaba derecho en la biblioteca del campus universitario. Mi madre me suele aconsejar que deje de arquearme al sentarme, que de lo contrario me saldrá una joroba prominente, así que siempre procuro estudiar derecho.
—Perdona, ¿qué opinas de la crisis de los misiles de Cuba?— me preguntó.
Levanté la vista y allí estaba, tremendamente escuálida. Tenía la piel pálida, el pelo cobrizo y alborotado, los ojos metidos hacia dentro, como si hubiesen caído dos meteoritos sobre su cara y hubiesen generado dos cráteres pequeños. Llevaba unos jeans desgastados, unas adidas todavía más viejas y una camiseta de una cadena de ferreterías. Era, sin ninguna duda, estalinista.
—Si quieres hablamos del estancamiento brezhneviano, lo domino más que la crisis de los misiles de Cuba— respondí.
Durante semanas quedamos a las ocho en punto de la tarde para dar un paseo por el parque, explorarnos mutuamente y hablar de la URSS. Con el tiempo descubrí que Gilda soportaba mis manías y no me juzgaba. Al contrario, alguna vez la observé enumerando entre susurros sus pasos al andar, “uno, dos, tres, cuatro…”. Al cabo de unos meses me pareció una cuestión de pura cortesía pedirle matrimonio. Dijo sí. Así que nos casamos un día de primavera ante cinco testigos, mis dos padres, los suyos, y mi tía Clarence.
No sé si Gilda es la mujer de mi vida, ni siquiera sé muy bien qué significa que alguien sea la mujer de tu vida: ¿Invalida eso al resto de mujeres que ves por la calle? ¿Qué pasa con mi madre, por ejemplo? ¿Y con mi tía? ¿O con la señorita del noticiero de la ESPN por la que siento una tremenda pulsión sexual? A veces, la simple idea de que la escuálida cara de Gilda sea lo que último que vea cuando exhale mi aliento final me horroriza. Otras veces siento que tengo que ser consecuente con mis decisiones.
Gilda y yo tuvimos un hijo hace un año. Le llamamos Nikita, por Jruschov. Nikita nació con nueve dedos.
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Lucía Taboada es autora de Como siempre, lo de siempre
Emilio Sánchez Mediavilla
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