Desde hace unos años tengo pánico a quedarme sorda. Podría temer perder la música, el sonido del intermitente de mi Fiat Tempra del 96 o la forma en la que Ale -que es canario- dice “loh quiereh todoh” como si generase pequeños anticiclones con la boca.
El caso es que me he comprado unos tapones. Tampoco buscaba con ello el origen del silencio sino simplemente algo que redujera el volumen y altas frecuencias que entran en mis tímpanos durante los conciertos y eventos ruidosos. Quería una escucha en Lo-Fi, una escucha al otro lado de la pared con dos vasos de plástico atados con una cuerda, una escucha opaca, tibia, acuática. “El sonido supone un acontecimiento” explicaba Úrsula K. Le Guin en Contar es escuchar, “si usted oye esa montaña, sabe que está pasando algo”. Lo que yo necesitaba, igual, era también una reducción de los acontecimientos.
Un amigo me recomendó los tapones “earplugs experience” perfectos para, según la descripción de su web: música y eventos, concentración, sensibilidad al ruido o ir en moto. Dudé en si serían suficientes. Les doy mucha tralla a los oídos. Por la noche el tímpano se me sube como un gemelo estresado. En la web de los tapones se desplegaban otros modelos que, a simple vista, parecían iguales, pero a oído tenían aún más funciones que los primeros: los “earplugs engage plus” eran capaces de anular conversaciones, eventos sociales, la sensibilidad al ruido y el “parenting”. O sea, la crianza. Reconozco que me sedujo la idea de poder silenciar conversaciones, fiestas pedantes y niños pesados. Me imaginé sonriendo a los pegadores de chapas de copa en mano y saliva seca en las comisuras, imaginé a unos padres paseando con el rostro de un monje budista y unos “earplugs engage plus” encajados en los oídos mientras sus niños corren desquiciados alrededor de una rotonda, esperando a que la suerte se canse de cuidarlos.
Aquellos tapones prometían ser una cámara anecoica portátil. El espacio más silencioso de la tierra. El compositor John Cage salió de una de éstas en 1951 y comprobó que, lamentablemente, el silencio absoluto no existe. Él, allí, oyó dos: un sonido alto, el de su sistema nervioso operando; y uno bajo, el de su sangre circulando. Al parecer, el sonido de nuestros órganos es tan insoportable que nadie ha podido aguantar más de 45 minutos dentro de una cámara anecoica.
No los compré. Éstos, no. Si yo me pusiera esos “earplugs engage plus” escucharía mi sangre circulando, mis óvulos reventándose preparados para menstruar, mi tímpano que se sube como un gemelo durante la noche. Un “silencio” intraducible que preveo lleno de culpa. Tengo pánico a quedarme sorda. Prefiero, como dice Ixiar Rozas en Sonar la voz, el límite de la escucha, “un casi digo un casi escucho”. Unos “earplugs experience”, una reducción de los acontecimientos.Dicen que es imposible tener recuerdos previos a los dos años y medio de edad, que es cuando termina de formarse el hipotálamo o algo así. En verdad no sé quién lo dice, yo lo escuché hace poco en una comida del K.O. Al parecer, todo lo que recuerdas previo a esa edad son, en realidad, “recuerdos inducidos”. Cosas que crees que recuerdas pero que realmente solo te han contado.
Yo, cuando intento ir a mis primeros recuerdos, doy antes con la banda sonora que con la imagen. Caigo sobre todo en canciones y, si logro construir la escena visualmente, suele llevar una melodía de fondo. Como un viaje en coche.
Mi infancia estuvo plagada de viajes en coche. Casi siempre de trayectos entre Zaragoza, Barcelona y Benasque. Cuando pienso en ellos veo a lo lejos las montañas de Montserrat y, en contrapicado, los cortados del Congosto de Ventamillo. De fondo una voz dulce y suave entona como con pudor y desde lejos: “Tómame o déjame, pero no me pidas que te crea más… Cuando llegas tarde a casa, no tienes porque inventar, pues tu ropa huele a leña de otro hogar…”. Es Amaya Uranga, y el grupo se llama Mocedades. La Lucía de 5 años canta con ella desde el asiento trasero del coche familiar.
Las letras de Mocedades (como las de Amaral) estaban en mi memoria antes de que a mí se me formase el hipotálamo. No recuerdo haberlas aprendido, sencillamente las sabía. No me las habían contado, pero sí cantado, así que podría decirse que, como los recuerdos, estas canciones me fueron inducidas.
La música tiene la capacidad de marcar etapas de tu vida y ayudarte a almacenar mejor los recuerdos; llevarte a lugares, y reencontrarte con personas. Pero, para mí, lo más bonito de que tus padres te “induzcan canciones” es crecer con ellas. Redescubrirlas. Ver cómo, con el paso de los años, resignificas algunas letras que tenías interiorizadas.
El otro día vi a Mocedades en la Sala Mozart del Auditorio de Zaragoza. Fue especial por muchos motivos, pero a mí lo que más me emocionó fue escuchar de nuevo “Tómame o déjame” y ser consciente de que, lo que para la Lucía de 5 años no era más que la canción del coche, para la de 23 es un grito desesperado al dolor de una infidelidad.
Que, como dice Benjamín Prado en “19 días y 500 noches después”: la misma canción, al cambiar de persona, no dice lo de siempre cuando dice lo mismo. Y yo soy otra persona.
En la competición para decretar cuál de todos los transportes públicos sobresale entre el resto, hay uno que destaca casi tanto por sus fortalezas como por sus carencias: el tren. Lo bueno es de sobra conocido: unos asientos cómodos, un traqueteo narcótico y, sobre todo, su naturaleza ferroviaria, el desplazamiento sobre vías que asegura un trayecto seguro, sin variaciones de ruta, sin atascos, anclado al suelo. Sin embargo, creo que los defectos son, si no más, tanto importantes como las ventajas.
Soy el primero que se queja de las impuntualidades tan comunes, de los retrasos, de la falta de wifi en los vagones. Todos estos escollos impiden disfrutar de un viaje con las máximas prestaciones occidentales de comodidad y favorecen la aparición del aburrimiento. Y justamente por eso, las imperfecciones del sistema ferroviario son una victoria de la sociedad. En un mundo avanzado y tan lleno de estímulos, que la renfe tarde 20 minutos más en llegar a su destino es revolucionario.
El aburrimiento es un arma. Una persona ocupada no tiene tiempo de soñar. Una persona aburrida se define por sus posibilidades, no tiene límites. Del aburrimiento han nacido novelas, se han sustanciado reivindicaciones, se han cultivado amores. Cuando estoy sentado en un tren sin wifi, con mala conectividad y que lleva 40 minutos de retraso se me ocurren ideas para relatos. Me acuerdo de que tengo que preguntarle a un amigo qué tal le fue en aquella entrevista de trabajo. Leo más que nunca, me doy cuenta de la música que escucho. Durante cuatro horas y media soy más consciente que nunca de mí mismo y del resto.
Hemos llegado a un siglo XXI en el que es posible sortear el aburrimiento. De hecho, aburrirse está hasta mal visto. Un país que quiera conservar la calidad humana y creativa de sus ciudadanos debe mantener su red ferroviaria lo más aburrida posible.
De pequeña pensaba que la tortilla de patata de la madre de mi amiga Noelia era mejor que la de la mía. Recuerdo de forma vívida el color amarillo del trozo, pequeño, en aquel plato; mi forma de comerlo, despacio, con la educación y modales que debe llevar una consigo cuando cruza la puerta de su casa. El hecho, inusual, de saborearlo como si en ello me fuese la vida.
De Noelia también envidiaba su casa, que era más grande y tenía tres pisos. Y que estaba cerca del colegio, en una urbanización, y del complejo deportivo al que iban a jugar algunos de mi clase los viernes por la tarde. Detalle, este último, que me hacía preguntarme con más fuerza por qué demonios no tenía yo la vida de Noelia. Esa que me parecía tan maravillosa. Su casa, su ocio, su tortilla de patata; la que su madre preparaba cada domingo.
También de pequeña, cualquier país que visitaba en vacaciones me resultaba mucho mejor que el mío. En todos los sentidos. Imaginaba mi vida allí, en ese lugar en el que la vida tenía otro ritmo, en el que olía diferente, mejor. Ese lugar que antes había visto en las películas. Me preguntaba por qué no era yo una de esas niñas autóctonas que veía por la calle la mar de felices, con una perfecta pronunciación de una lengua extraña que yo también quería saber y no sabía.
En toda pregunta retórica hay resignación. No esperaba respuesta en ninguna de las cuestiones que lanzaba al aire, medio rabiosa, cada vez que los mundos que yo deseaba para mí chocaban con las realidades que me rodeaban. Ni al principio, ni al final, ya crecida, cuando ya casi no clamaba al cielo así, cuando ya casi no me preguntaba por qué yo no. Porque crecer es precisamente eso: darse cuenta de que, en realidad, no deseas otra cosa, porque no hay mejor lugar que tu casa, ni mejor tortilla que la de tu madre. Que lo demás es novedad. Y la novedad dura lo que dura un suspiro.
Hace unos meses fui a Bilbao a presentar mi novela en una de las bibliotecas más bonitas del mundo. Sé que las palabras ‘Bilbao’, ‘más’ y ‘mundo’ aparecen a menudo juntas en una frase, pero para hablar de Bidebarrieta es necesario hacerlo. Aquel día, cuando iba de camino a la biblioteca, sucedió lo que siempre me pasa cuando estoy en Bilbao: que reacciono con sorpresa como si fuera la primera vez que la piso, y frente a la nebulosa que envuelve su recuerdo, la ciudad se transforma ante mí en una visión coqueta e inmensa, caminable y acogedora entre la ría y su pasado colgando en las grúas. Esa tarde, a la noción de redescubrimiento contribuyó el hecho de ir con Galder Reguera, porque me llevó por las calles donde están los lugares que hacen de la ciudad una sucesión de sitios donde pasan cosas. Su biografía urbana se mezcló entonces con la mía, con la que recordaba, y ahora no sé cómo es Bilbao, salvo inmensa y caminable, y un lugar al que siempre deseo volver para desvelar el misterio que la envuelve.
En esas estaba, tramando una excusa para repetir escapada (vivo en Santander y a 50 minutos está la ciudad superlativa donde es posible visitar el Guggenheim, entrar en la librería Joker, cruzar a Cámara, tomar cualquier pincho, cualquier bar, cualquier todo), cuando el alcalde de Madrid se me adelantó. Su visita a Bilbao fue noticia, sobre todo su capacidad para reducirla a un titular: “Me sorprende muchísimo encontrarme los domingos todo cerrado”, dijo Martínez-Almeida en la entrevista que dio al periódico El Correo. Más allá del cisco mediático que se formó, su respuesta me hizo pensar en qué tipo de ciudadanos somos si definimos las ciudades por lo que se puede comprar en ellas. ¿Me gustaría más Bilbao si estuviera todo siempre abierto? ¿Es los domingos una ciudad apocalíptica, amodorrada, complaciente?
La ciudad en la que vivo es igual, es decir, las tiendas cierran los domingos y algunas también los sábados por la tarde. Esos días lo único que se mueve por ciertas zonas del centro son los autobuses en línea. Santander está quieta, pero no sé hasta qué punto esa quietud la vuelve menos acogedora o en realidad nos reconcilia con ella y sus espacios. Es como si la luz se ralentizara, y a falta de un contrarreloj laboral imponiendo su tiempo de recados y cierres comerciales, nos volvemos más pasivos, dóciles paseantes que arrastran los pies, pero no la vista.
Lo mejor de no tener nada que hacer en una ciudad es que te cruzas con lo que has hecho en ella. De pronto, pasas por una esquina y ves el lugar donde quedásteis aquella tarde, o pasas por delante de aquel bar y os veis dentro, o por la dársena donde cogiste por la noche aquel barco y ves el barco, y tú a bordo, o pasas por la parada de autobús que te llevaba a diario a la casa que ya no es tu casa, pero ahí sigue porque la ves. Todo vuelve a suceder por un instante, y aunque uno puede escoger la añoranza y languidecer bajo el peso del domingo, lo cierto es que la ciudad deja un regusto a potencial, como si nos dijera estoy aquí, esperándote, con el silencio de las bibliotecas más bonitas del mundo, lista para otra primera vez.
Nunca entendí muy bien por qué se llama a Roma “la ciudad eterna”. La versión oficial es algo así como que en ella el tiempo parece haberse detenido hace siglos. Otros dicen que porque da igual cuántas veces la visites, que nunca terminas de descubrirla.
Me mudé allí en febrero de 2021 para hacer el Erasmus y, a pesar de saber entonces que sería algo temporal, no pude evitar enamorarme. Como esa amiga a la que reprochas seguir quedando con un amor imposible (porque cuando la amiga eres tú, no eres consciente del desastre), me empapé de la ciudad todo lo que pude. De forma frenética y apasionada. A veces hasta agobiante. Creo que soy un poco tóxica.
La semana pasada volví, después de dos años, y fue lo más parecido a lo que me imagino que debe ser quedar con un ex al que no has superado: sabes que no estás preparada, y que te hará remover cosas, pero te pueden las ganas de verle. Aunque sea un rato.
La ciudad estaba bastante cambiada. En la Roma que nosotros vivimos (la pospandémica) era posible pasear por una Fontana di Trevi completamente desangelada, entrar a la basílica de San Pedro y que el ruido de tus propios pasos fuera el único, comer helado en Giolitti sin hacer cola y echar carreras de patinete por la Via del Corso sin consecuencias. No había turistas. Por no haber, a veces no había ni romanos.
Pero también nosotros hemos cambiado. Ya no somos estudiantes, y nuestras preocupaciones transcienden el debate entre si sale más rentable el litro de Peroni o de Moretti.
Volver fue exactamente como me imagino que debe ser quedar con un ex no superado: tan bonito como doloroso. Pero sirvió para confirmar lo evidente: que el tiempo pasa, también por Roma, y que lo vivido sólo permanece en el recuerdo.
Al menos he conseguido darle un significado a eso de “la ciudad eterna”. Para mí Roma es eterna porque —supongo que como a un amor imposible— algo dentro de mí siempre la echará de menos.
Una mujer rubia, de unos sesenta años, llega muy tarde a la ópera. Se abre paso entre disculpas, enciende el flash del móvil, forcejea con el abrigo, reconoce a sus amigas con sonora alegría, las saluda una por una y se deja caer en una butaca de la zona más noble del teatro. Todo el proceso duró unos dos minutos, que se solaparon con el principio sacrosanto de la obra. El jaleo cesó cuando un conocido crítico musical giró la cabeza distraídamente hacia ellas para reprobarlas sin violencia, pero reprobarlas.
Atendí bastante más a este grupo de señoras que a los primeros compases del Orfeo. Con vergüenza, reconozco que me ericé cuando una de ellas -la que había llegado tarde- empezó a comentar la ópera con su amiga. Anticipé un cruce entre Paquita Salas y Monteverdi en la butaca de al lado, material más que digno para una reflexión pretenciosa sobre ópera y cultura pop. O quizá deseaba que aquella señora me contagiara su entusiasmo nobel por el Orfeo, en un paternalismo que me avergüenza aún más.
Para quien no conozca la historia, el primer acto contiene un giro argumental de telenovela o de mito clásico. Orfeo se casa con Eurídice en diez minutos de pasión bucólica. Hace el amor con su esposa, se ríe recordando los días de soledad y los pastorcillos se emborrachan mientras tanto. La recién casada sale de la escena alegre y, súbitamente, la iluminación se oscurece. El grito de horror de una soprano nos lacera: a Eurídice le ha picado una serpiente cuando recogía flores para hacerse una corona con sus amigas. Ahora está muerta y, como es habitual, el esposo afligido deja pasar unos segundos mientras toma aire para su gran lamento musical, uno de los momentos estelares de esta ópera.
Antes de que el tenor pudiera abrir la boca, la señora de mi lado sentenció: “Hostia, toma ya. Que se ha matao”. Me uní a la guasa de las amigas y me froté las manos pensando en lo tuiteable de la escena, como una mosca se frota las patas ante una montaña de mierda. Al comentario le siguió el descojono, el crítico musical de nuevo mirando de soslayo y el resto de la obra.
Básicamente, Orfeo viaja al infierno para recuperar a su esposa. Atraviesa la laguna Estigia gracias a sus superpoderes musicales y convence a Plutón en un chanchullo muy poético para resucitar a la amada. Eurídice podrá volver con él al mundo de los vivos, pero bajo una condición: tendrá que andar siempre detrás de Orfeo a través del infierno, y este no podrá girarse para mirarla.
Justo antes de pasar del reino de los muertos al de los vivos, Orfeo escucha un ruido, no aguanta más y se vuelve para ayudar a Eurídice. Esta desaparece y queda para siempre atrapada en el inframundo. El mito tiene tanta enjundia estética, poética y filosófica, que ha inspirado decenas de películas, obras de teatro, poemas y pinturas.
Su leitmotiv es eso que separa el mirar del poseer: si Orfeo mira, pierde a su amada; si Orfeo la posee, no puede mirarla. En una de las relecturas del mito que más me gustan, Céline Sciamma opone el Orfeo poeta al Orfeo amante en Retrato de una mujer en llamas. El poeta contempla hasta la extenuación, quiere recorrer y recordar cada milímetro del objeto amado con la mirada. Pero el amante solo quiere poseerlo, manosearlo y consumirlo hasta hacerlo desaparecer. El mirar y el amar son irreconciliables.
Aquella señora manoseaba la ópera porque no la conocía. La escuchaba desde sus vísceras, casi carnalmente, desde ese lugar donde un “hostia, se ha matao” es posible. Se lo pasó bien, o al menos es lo que comentaba con sus amigas: “Pues ha estado entretenido, ¿no?”. Lo escuché a sus espaldas, mientras salíamos del Real a trompicones y en fila india. Nosotros -el crítico y yo- también volvíamos al mundo de los vivos. Esa señora no se había movido de él.
Desde que Annie Ernaux ganó el Premio Nobel de Literatura no han faltado voces críticas a su literatura y a la autoficción en general. Se le achaca pobreza de estilo, falta de originalidad. En definitiva, de ser un género menor, autocomplaciente y que pone en suspensión pactos narrativos fundamentales.
Ernaux siempre renegó de ser una escritora de autoficción. Ella se veía como la “etnóloga de su propia vida”: solo se quedaba con el prefijo del género, ese ‘auto’; no contemplaba que la ‘ficción’ pudiera entorpecer la credibilidad de su historia.
El acercamiento casi científico que tiene Ernaux a su propia vida me recuerda al de un periodista en su trabajo, salvando la distancia del yo. De hecho, es llamativo cómo en su libro La vergüenza, la premio Nobel se acerca a un hecho traumático de su infancia a través de las noticias que llevaba el periódico de aquel día en que ocurrió.
Disculpando las licencias que ha demostrado tomar en su obra, la voluntad de Ernaux no se diferencia mucho de la periodística: un anhelo de comunicar y comprender un hecho de la manera más apegada a la realidad posible. El estilo también guarda semejanzas, aunque es probable que la escritora se permita más juegos metafóricos. En esencia: mismo acercamiento, mismo tratamiento.
Puede que yo, lector de Ernaux y periodista, esté forzando esta comparación más allá de lo posible. Pero ya que estáis conmigo en esto, seguidme hasta el final: Creo que, al igual que Ernaux y la escritura del yo, la no ficción periodística siempre ha estado peor considerada en la cosmovisión literaria colectiva, al contrario de lo que pensaba Pla y recogió Jabois en una reflexión reciente, aquello de que leer novelas después de los cuarenta era de cretinos.
En su discurso de ingreso en la Academia Francesa, Mario Vargas Llosa fundió literatura y vida hasta confundirlas. “Toda vida humana acumula hechos sorprendentes y desconcertantes que parecen sacados de los libros, de esas historias extravagantes e imposibles que se han apoderado de nosotros hasta el punto de convertir nuestras vidas en cosas muy conectadas a la literatura”. Creo que la vida, la propia o la ajena, bien contada, es de una calidad indistinguible de la más alta literatura.
Supongo que, a la hora de escribir, todo el mundo tiene dudas. O, si a los demás no les ocurre, por lo menos a mí sí. Aunque uno aprende a silenciar estas dudas para que no incordien, son persistentes y vuelven una vez tras otra. En mi caso, una de las que más me cuesta quitarme de encima es: “¿Pero esto le va a interesar a alguien?”.
Esta duda tiene un fundamento objetivo: escribo sobre los Balcanes, una región de Europa que queda en los márgenes de la actualidad salvo cuando hay conflicto o posibilidad de conflicto, si es armado mejor. Además, se trata de una realidad compleja de transmitir a un lector sin apenas conocimientos previos.
Pero creo que hay que hacerlo. Rastreo historias personales atractivas que, al mismo tiempo, me permitan contar cosas sobre los Balcanes. Procuro escribirlas de manera fluida, buscando que, al terminar cada párrafo, el lector sienta el impulso de pasar al siguiente. Aunque el contenido a veces sea áspero, intento guiarlo con cariño por la realidad balcánica. Hacerle sentir que estoy de su lado.
¿Por qué lo hago? Porque amo los Balcanes, donde he pasado la mayor parte de mi vida adulta. Porque pienso que vale la pena intentar contarlos más allá de estereotipos. Porque me han dado mucho y, en la medida de mis capacidades, lo intento devolver. Pero, sobre todo, porque si me parecen interesantes –y me lo parecen muchísimo– vale la pena luchar por transmitir ese interés a los demás.
Así que este es mi truco cuando me asalta la dichosa duda. Si estoy escribiendo y me oigo decirme: “¿Pero esto le va a interesar a alguien?”, me respondo al instante: “Para empezar, a ti”. Y ya tengo un punto de partida.La especie de que tratamos en esta breve relación ha existido, de un modo u otro, desde los comienzos de la humanidad, aunque su configuración específica y su consolidación evidente como una raza particular no han tenido lugar hasta la era moderna. El crecimiento exponencial de este curioso espécimen ha alcanzado cotas verdaderamente altas, hasta el punto de que hoy podemos encontrarlo prácticamente en cualquier lugar del mundo. Si bien su hábitat originario respondía a los climas cálidos y próximos a alguna masa de agua de tamaño respetable, la capacidad de adaptación al medio de esta criatura ha resultado sorprendente. Hoy podemos encontrarla de norte a sur, en los cinco continentes del globo y en cualquier tipo de condición geográfica y/o meteorológica.
Es, de hecho, esa capacidad de adaptación la que define a día de hoy la naturaleza de la especie que nos ocupa. Se caracterizan estos seres singulares por la migración, y su actividad principal consiste en trasladarse a otro punto geográfico, lejano en mayor o menor medida de su morada. Esta nueva localización puede ser fugaz o duradera, oscilando el tiempo de ocupación entre los dos días y los once meses. Una vez han ocupado un espacio determinado, suelen recorrerlo de cabo a rabo a una velocidad pasmosa, pasando indefectiblemente por los puntos clave de la geografía visitada. El espécimen más común de esta especie ejecuta así un peregrinaje rutinario, siempre rodeado de sus pares, parando a menudo a comer y a beber, especialmente alimentos hipercalóricos: se trata de una raza con una necesidad de consumo de nutrientes muy superior a la del ser humano.
A diferencia de otros animales, como el camaleón, el insecto palo o el Gecko de Madagascar, este huye del camuflaje o la mimetización con el entorno e intenta, por el contrario, que se le identifique con facilidad. Por ese motivo, se le suele reconocer a larga distancia, y, por razones que la ciencia todavía desconoce, suele ir disfrazado y busca una vestimenta diferente a la habitual para el citado rito de la migración: es una criatura que se ve atraída por los colores brillantes, incluso fluorescentes, y dispares entre sí. Es habitual que vaya con la cabeza cubierta y las pantorrillas al aire. Profiere, al tiempo que anda, sonidos en un lenguaje extraño y a un volumen muy superior al murmullo medio de cualquier plaza de una ciudad occidental aleatoria. Su piel adquiere una tonalidad entre rosácea y carmín que le asegura la diferenciación y, como el pavo real, la naturaleza hace ostentación de su pluralidad de colores en el pantone de diferentes tonos de rojo que termina por recubrir la piel de esta curiosa especie, cada vez más alejada del homo sapiens.
A aquellos que realizan migraciones cortas se les ha llamado en ocasiones domingueros o excursionistas, aunque el nombre técnico genérico es turista o, más específicamente, guiri. La masiva plaga del guiri común que asola a las ciudades modernas ha generado un potente movimiento de rechazo –tourist go home– que aún no ha encontrado, sin embargo, un pesticida efectivo susceptible de terminar con la epidemia.