En la competición para decretar cuál de todos los transportes públicos sobresale entre el resto, hay uno que destaca casi tanto por sus fortalezas como por sus carencias: el tren. Lo bueno es de sobra conocido: unos asientos cómodos, un traqueteo narcótico y, sobre todo, su naturaleza ferroviaria, el desplazamiento sobre vías que asegura un trayecto seguro, sin variaciones de ruta, sin atascos, anclado al suelo. Sin embargo, creo que los defectos son, si no más, tanto importantes como las ventajas.
Soy el primero que se queja de las impuntualidades tan comunes, de los retrasos, de la falta de wifi en los vagones. Todos estos escollos impiden disfrutar de un viaje con las máximas prestaciones occidentales de comodidad y favorecen la aparición del aburrimiento. Y justamente por eso, las imperfecciones del sistema ferroviario son una victoria de la sociedad. En un mundo avanzado y tan lleno de estímulos, que la renfe tarde 20 minutos más en llegar a su destino es revolucionario.
El aburrimiento es un arma. Una persona ocupada no tiene tiempo de soñar. Una persona aburrida se define por sus posibilidades, no tiene límites. Del aburrimiento han nacido novelas, se han sustanciado reivindicaciones, se han cultivado amores. Cuando estoy sentado en un tren sin wifi, con mala conectividad y que lleva 40 minutos de retraso se me ocurren ideas para relatos. Me acuerdo de que tengo que preguntarle a un amigo qué tal le fue en aquella entrevista de trabajo. Leo más que nunca, me doy cuenta de la música que escucho. Durante cuatro horas y media soy más consciente que nunca de mí mismo y del resto.
Hemos llegado a un siglo XXI en el que es posible sortear el aburrimiento. De hecho, aburrirse está hasta mal visto. Un país que quiera conservar la calidad humana y creativa de sus ciudadanos debe mantener su red ferroviaria lo más aburrida posible.
Lucía Perez Oroz
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