Hostia, que se ha matao, por Ana Ramírez

Una mujer rubia, de unos sesenta años, llega muy tarde a la ópera. Se abre paso entre disculpas, enciende el flash del móvil, forcejea con el abrigo, reconoce a sus amigas con sonora alegría, las saluda una por una y se deja caer en una butaca de la zona más noble del teatro. Todo el proceso duró unos dos minutos, que se solaparon con el principio sacrosanto de la obra. El jaleo cesó cuando un conocido crítico musical giró la cabeza distraídamente hacia ellas para reprobarlas sin violencia, pero reprobarlas.

Atendí bastante más a este grupo de señoras que a los primeros compases del Orfeo. Con vergüenza, reconozco que me ericé cuando una de ellas -la que había llegado tarde- empezó a comentar la ópera con su amiga. Anticipé un cruce entre Paquita Salas y Monteverdi en la butaca de al lado, material más que digno para una reflexión pretenciosa sobre ópera y cultura pop. O quizá deseaba que aquella señora me contagiara su entusiasmo nobel por el Orfeo, en un paternalismo que me avergüenza aún más.

Para quien no conozca la historia, el primer acto contiene un giro argumental de telenovela o de mito clásico. Orfeo se casa con Eurídice en diez minutos de pasión bucólica. Hace el amor con su esposa, se ríe recordando los días de soledad y los pastorcillos se emborrachan mientras tanto. La recién casada sale de la escena alegre y, súbitamente, la iluminación se oscurece. El grito de horror de una soprano nos lacera: a Eurídice le ha picado una serpiente cuando recogía flores para hacerse una corona con sus amigas. Ahora está muerta y, como es habitual, el esposo afligido deja pasar unos segundos mientras toma aire para su gran lamento musical, uno de los momentos estelares de esta ópera.

Antes de que el tenor pudiera abrir la boca, la señora de mi lado sentenció: “Hostia, toma ya. Que se ha matao”. Me uní a la guasa de las amigas y me froté las manos pensando en lo tuiteable de la escena, como una mosca se frota las patas ante una montaña de mierda. Al comentario le siguió el descojono, el crítico musical de nuevo mirando de soslayo y el resto de la obra.

Básicamente, Orfeo viaja al infierno para recuperar a su esposa. Atraviesa la laguna Estigia gracias a sus superpoderes musicales y convence a Plutón en un chanchullo muy poético para resucitar a la amada. Eurídice podrá volver con él al mundo de los vivos, pero bajo una condición: tendrá que andar siempre detrás de Orfeo a través del infierno, y este no podrá girarse para mirarla.

Justo antes de pasar del reino de los muertos al de los vivos, Orfeo escucha un ruido, no aguanta más y se vuelve para ayudar a Eurídice. Esta desaparece y queda para siempre atrapada en el inframundo. El mito tiene tanta enjundia estética, poética y filosófica, que ha inspirado decenas de películas, obras de teatro, poemas y pinturas.

Su leitmotiv es eso que separa el mirar del poseer: si Orfeo mira, pierde a su amada; si Orfeo la posee, no puede mirarla. En una de las relecturas del mito que más me gustan, Céline Sciamma opone el Orfeo poeta al Orfeo amante en Retrato de una mujer en llamas. El poeta contempla hasta la extenuación, quiere recorrer y recordar cada milímetro del objeto amado con la mirada. Pero el amante solo quiere poseerlo, manosearlo y consumirlo hasta hacerlo desaparecer. El mirar y el amar son irreconciliables.

Aquella señora manoseaba la ópera porque no la conocía. La escuchaba desde sus vísceras, casi carnalmente, desde ese lugar donde un “hostia, se ha matao” es posible. Se lo pasó bien, o al menos es lo que comentaba con sus amigas: “Pues ha estado entretenido, ¿no?”. Lo escuché a sus espaldas, mientras salíamos del Real a trompicones y en fila india. Nosotros -el crítico y yo- también volvíamos al mundo de los vivos. Esa señora no se había movido de él.


Alberto Saez
Alberto Saez

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