A veces se me caen frases melodramáticas. “Mi vida es una búsqueda imposible del silencio”, le dije a Lucía en la oficina, mientras huía de la sala grande del fondo (soleada, con gotelé, ruidosísima si abres la ventana, llena de gente algunas mañanas, tácticas sucias de supervivencia en la lucha por el espacio: Patxi ha llegado a colocar una foto con su hijo) hacia la Sala Astiberri (así llamada en recuerdo de la época en que la mejor editorial de comic española habitó junto a nosotros) en busca de algo parecido a un paréntesis de silencio que me permitiera escribir el texto de contra del próximo libro.
Soy una persona razonablemente maniática, pero he cumplido 44 años sin una mesa de trabajo propia. En casa, me echó mi mujer de una habitación a la que llamamos despacho como podríamos llamarla central nuclear de Islamabad, y caí en la cocina al ritmo, exquisitamente demente, de la centrifugadora a full. De la ofi me ha echado gente sonriente que ha llenado mi antiguo despacho con pantallas gigantes y teclados de colores. Dicen mis socios que es porque hemos montado una productora: prefiero pensar que son espías, prefiero pensar que dominan el mundo. La sala grande, de donde huía al principio de este artículo, es una sala feliz, que es lo contrario a la concentración. Y en ese mendigar una mesa en silencio, en ese sueño de despacho propio, me acuerdo siempre de mi otra gran frase desde que fui padre: “ja, aquí me gustaría ver a mí a Jorge Herralde”.
Lucía Perez Oroz
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