La belleza de la derrota - Maira Díaz Reichenbachs
Si la vida fuera un campeonato de baloncesto, en vez de en votantes de Ciudadanos, PP, Podemos, Vox, PSOE… ¿nuestra sociedad se dividiría en equipos con equipaciones naranjas, azules, moradas, verdes, rojas… ?
¿Los tribunales de justicia serían reemplazados por árbitros (justos o comprados)?
En vez de que los políticos de turno se pasaran el poder entre ellos, ¿se limitarían a pasarse el balón?
¿Los entrenadores reemplazarían a los asesores financieros, expertos, científicos, economistas, etc.?
¿Y qué hay de los votantes, cuyos líderes encorbatados habrían intercambiado el traje por el chándal? Todos esos millones, ¿se convertirían en el público que anima fielmente a su equipo desde las gradas?
Y, ¿qué hay de las guerras? ¿Desaparecerían los ejércitos, cuyos soldados intercambiarían sus pesados uniformes por otros más ligeros y coloridos? ¿En todo el mundo se bajarían las armas, convertidas en objetos obsoletos y superfluos? ¿Ganaría la batalla quien ganara el partido y la guerra quien venciera en el campeonato?
Realmente, la existencia humana, por compleja y evolucionada que parezca, no es más que una guerra constante, o un campeonato, llamémoslo como queramos, pero no nos engañemos.
Hooligans coreando eslóganes desde las gradas, defendiendo a ciegas a su equipo mientras que tratan de boicotear el éxito del oponente mediante burlas y bocinas, votantes jaleando a cuales quieran que sean las palabras que salgan de la boca de su líder y abucheando todo lo que exprese el del partido con la ideología opuesta, o soldados que luchan contra un enemigo anónimo, defendiendo ciegamente a la patria a la que por suerte o por desgracia les tocó pertenecer, ¿dónde está la diferencia?
Multitudes enfurecidas, sin identidad compartida más allá de aquel enemigo común, aquel contrario que parece tan lejano y diferente cuando podría estar perfectamente en nuestro bando, ya que es de nuestra misma condición (humana).
¿Qué diferencia hay entre la historia de la humanidad, una historia de guerra constante entre iguales, la política y un campeonato de baloncesto?
Chupones que se aferran a la pelota o políticos que lo hacen al poder, ¿en qué se diferencian? Ninguno de los dos piensa en el bien común, sino que, ciego y ensimismado, dirige la mirada a su propio ombligo, con tal de no perder de vista su propio protagonismo.
Lamento decir que la existencia humana, por muy desarrollada que parezca, por muy inteligentes que nos creamos, consiste en la guerra constante y absurdamente innecesaria entre nosotros, camuflada tras la cortina de la guerra, de la política, del deporte…
La vida, al fin y al cabo, es un campeonato de baloncesto perdido desde el comienzo, una guerra algo más civilizada, pero, al fin y al cabo, una guerra que ella, la muerte, siempre ganará, no importa cuántas batallas hayamos ganado o cuán a nuestro favor vaya el marcador: al final de la partida, la balanza siempre se inclinará a su favor y ella, siempre ella, antes o después, le ganará la guerra a la vida.
Así que, si tras tanto puño en alto y tanto sudor derramado, solo nos queda la derrota, ¿para qué vivir?
Porque no se vive para ganar, porque en la vida todo lo que se gana es perentorio y caduco, hasta el mejor deportista llega su clímax para derrumbarse poco a poco en el desierto de la vejez. Por eso, no pensemos en la copa, ni siquiera en las canastas, no lloremos por perder, en todo caso, por no poder participar. No demos a regañadientes la mano al contrario, sino abracémosle como a un igual. Mezclemos los equipos, ya que todos somos de la misma condición. Aplaudamos al equipo no contrario, sino visitante, cuando logre meter una canasta. No nos aferremos al balón ya que eso no va a impedir que lo perdamos más temprano que tarde.
La vida está perdida, porque está claro que nacimos para perderla. Por ello, no vivamos para ganar, para competir, para colgarnos medallitas del pecho o sostener copas en lo alto a la vez que miramos a nuestros iguales con aire de superioridad, sino vivamos para vivir. Porque la vida, al igual que un partido de baloncesto, es su propio sentido. Juguemos por jugar, por disfrutar mientras nuestras piernas nos sostengan, mientras nuestros brazos nos obedezcan, vivamos por el simple hecho de vivir, sabiendo que somos unos perdedores, sí, pero perdedores vividores, porque, ganemos o perdamos las batallas que sean, no nos preocupará, porque sabemos que lo único que podemos perder es lo más preciado que tenemos y que inevitablemente, tarde o temprano, ella vendrá a arrebatarnos: la vida misma.
Quien se pasa la vida combatiendo ciegamente contra un enemigo inventado, llorando por batallas absurdas perdidas, anhelando copas que se deshacen como consecuencia de la erosión provocada por el paso de los años, es el verdadero perdedor porque, lo único que realmente se puede perder en esta vida, es el tiempo para vivir.
Así que lancémonos al partido de la vida sin importarnos el resultado, jugando por el placer de jugar, viviendo por el placer de vivir, sin banderas ni eslóganes baratos porque, al fin y al cabo, todos no somos más que jugadores del mismo bando; el perdedor porque, contra ella, no hay quien gane.
«¡Maira! ¿¿Se puede saber qué haces?? ¡¡Le has regalado el partido al equipo contrario!!».
Un grito me arranca de mis divagaciones. Parece que, una vez más, mientras mi mente deambulaba por otros lares, mis piernas me han guiado hacia mi propio aro para que mis brazos metieran canasta en propia…
Desconozco cuánto tiempo llevo mentalmente ausente del partido, pero parece que a la muchedumbre hacinada en las gradas, dividida en dos por la frontera invisible e infranqueable de la lealtad a equipos diferentes y a la vez iguales, le ha dado tiempo a exaltarse, indignarse, reírse, burlarse, irritarse, confundirse… ¿Por una absurda batalla ganada o perdida?
Por eso, mientras me giro con una sonrisa hacia mi banquillo, desde el que mi equipo me exige una explicación, me limito a responder a aquel grito enfurecido:
«¿Acaso importa?».
Alberto Saez
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