Al compás del balón - Lucía Zurita
El balón crea su propia música al compás de los jugadores. Rebota una
y otra vez sobre el parqué, atrayendo al público. Yo los observo desde fuera. El
eco de sus voces da vueltas en mi cabeza, haciéndome pensar. Suena bien,
pero algo no cuadra. Es una orquesta buena, pero no interpreta bien la pieza.
Soy entrenador desde hace ya varios años. También fui jugador. Pero
me pasaba lo que a ellos. No jugaba como debía. Me pasé eclipsado por el
capitán de mi equipo todo el tiempo que estuve jugando. Víctor era mejor. Él lo
sabía, todos lo sabíamos. Pero lo malo no era eso, lo peor es que pasamos de
saberlo, a escondernos detrás de su superioridad.
Nos hicieron creer que si no jugábamos para que él encestara, nunca
ganaríamos. Y tras mucho, me di cuenta de que el verdadero culpable era
nuestro entrenador. El exceso de favoritismo hacia Víctor pasó a humillarnos a
los demás.
Acabé yéndome del equipo. Mi autoestima acabó por los suelos, y casi
perdí las ganas de jugar.
“Entonces, ¿por qué te hiciste entrenador?” preguntaréis. La respuesta
es simple. El baloncesto nunca dejó de importarme, formaba parte de mi vida.
Necesitaba salvar a jugadores como yo, equipos como el mío, que fueron
hundiéndose en la sombra. Porque una orquesta, aunque sea buena, no suena
bien si un violín está desafinado.
Sigo observándoles, sin decir nada. Es el primer entrenamiento que
tengo con ellos. A su antiguo entrenador le ha salido otro trabajo en otra
ciudad.
Apenas pasado un minuto de entrenamiento, ya he captado su música.
Hay uno que destaca, sin duda. Y lo sabe. Es el típico que prefiere entrar él
solo y fallarla, que pasarla al compañero que está desmarcado.
- ¿Cómo se llama?– le pregunto a Raúl, uno de mis nuevos
jugadores.
- Marcos. Es buenísimo.
- ¿Siempre ha jugado aquí?
- Sí, y menos mal. Sin él no sé qué haríamos. No ganaríamos
nada.
Me quedo mirándolo, interiorizando su respuesta. Esta situación me
suena. Entonces los llamó, parando el juego.
- ¿Cómo vais?
- Ganando por diez nosotros– responde Marcos con una sonrisa de
suficiencia.
- Vale. Te vas a cambiar de equipo– le informo sin cambiar mi
expresión.
Él protesta, y su equipo se une a las quejas. Ignoro sus comentarios y miro al
otro equipo
– Y en cuanto vosotros, os informo de que cada canasta que meta Marcos
contará un punto. Solo sumarán dos o tres las canastas de los demás.
Marcos comienza a quejarse. Le ignoro y les mando a jugar. Me mira
con una mirada asesina, pero yo sigo con cara de póker.
Comienzan el juego. Están algo confusos, sin saber qué hacer. Pero
enseguida se espabilan. Marcos camina por la pista, sin esforzarse. Lo llamo.
- El fin de semana que viene jugáis, ¿no? Pues espabila, si quieres
tener minutos.
- Si no juego, lo tenemos difícil– afirma, arrogante.
- ¿Tú crees? Pues mira, estáis ganando ahora, y tú estás aquí,
hablando conmigo – le informo señalando a la canasta que
acaban de meter sus compañeros – Por cierto, a ti se te da bien
pasar, ¿no?
- Claro – responde frunciendo el ceño.
- Pues demuéstralo. Y me pensaré cuánto juegas la semana que
viene.
Se queda mirándome, y acto seguido vuelve a la pista. El resto del
entrenamiento solo veo pases que acaban en canasta. Sus compañeros no
paran de sonreír, parecen tener más confianza.
Meses después…
Acabo de llegar a casa. Estoy exhausto. Acabamos de jugar el partido
clave para ascender y aún siento los nervios a flor de piel.
Estoy casi más sudado que mis propios jugadores. Me implico tanto
como ellos, aunque yo no entre en la pista.
La temporada empezó de forma muy complicada, debo reconocerlo. Al
principio, Marcos parecía resistirse a mis indicaciones, rebelde. Pero entonces
las habilidades de los demás comenzaron a florecer. Marcos se fijó en lo bien
que tiraba Manu, pocas veces fallaba un tiro, y menos si era un triple desde la
esquina. Vio que si se la pasabas a Samuel al poste, era imposible pararle. Se
dio cuenta de que David subía el balón genial y que Raúl era muy rápido. Poco
a poco, las habilidades de los demás fueron saliendo de la niebla que las
cubría. Marcos se dio cuenta y ellos también. Tenían más confianza.
Aprendieron que, entre todos, eran un equipo imparable.
El partido de hoy ha sido de los mejores que he vivido. Al final, íbamos
perdiendo por dos, y quedaban cuatro segundos. Sacábamos nosotros. Sabía
que Marcos quería jugársela, pero también sabía que el rival iría a por él.
Habían visto como entraba y lo defenderían como nunca. Les indiqué la jugada.
Samuel le haría un bloqueo arriba a Marcos. Él entraría con fuerza, pero no
tiraría. No tiraría porque en el triple estaría Manuel, esperando solo.
Sinceramente, al principio de la temporada, nunca pensé que Marcos
dejaría un tiro decisivo en manos de otro. Pero lo hizo. En cuanto entró, las
ayudas cayeron sobre él y se la pasó a su compañero.
Cuando Manuel tiró, el mundo pareció detenerse. El balón volaba a
cámara lenta hacia la canasta y la grada enmudeció.
Entonces entró.
Todos comenzamos a gritar. Mis jugadores corrieron hacia Manuel y se
abrazaron. Yo los miraba, aún desde el banquillo. Eso sí que era un verdadero
equipo.
Fue en ese momento cuando Marcos se acercó y me abrazó fuerte. Yo
se lo devolví.
- Gracias– dijo.
En ese instante supe que lo habíamos conseguido. Éramos un
verdadero equipo. Había logrado unirlos a todos.
Y es que en una orquesta, aunque el primer violín sea buenísimo, la
música no suena bien hasta que todos los instrumentos van al mismo compás.
Entonces, por fin, el público se levantó y aplaudió.
Alberto Saez
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