¿Por qué esconderse? - Gonzalo Coarasa Modrego
Por suerte, lo lograron de nuevo. El hecho de que no les hubiesen descubierto todavía era de vital importancia para ellos. No sabéis cuánta. Tanta, que he pensado que se merece una pequeña historia...
– ¿Dónde has estado hasta tan tarde?
– Pues... he... estado... paseando - mintió.
– ¿Dos horas?- se extrañó ella.
No creáis que a los demás les iba mejor. Pero se habían vuelto tan habituales las mentiras, tapaderas y excusas que ya no les importaba demasiado. Al fin y al cabo, solo eran un grupo de chavales que jugaban clandestinamente al baloncesto en contra de la estúpida sociedad en la que vivían. Hacía muchos años que habían prohibido practicar deporte, después del miedo y la psicosis que había dejado la pandemia. Así que, ¿qué era lo peor que podía pasarles?
Como siempre, empezaron con unos para unos, tiros libres, partido... Pero quién les diría que ese día lo cambiaría todo.
Todos fueron a casa, preparando por el camino la nueva excusa, con la vaga esperanza de que sus padres picasen el anzuelo. Todos menos uno. Pedro, el más pequeño de todos, y también el más débil del equipo. No soportaba ver cómo sus compañeros avanzaban tanto mientras él los miraba desde fuera del partido, con el mínimo anhelo de que al menos uno de sus tiros llegase a tocar el aro.
Así que se quedó allí, a pesar de que los otros habían advertido que los controles policiales se reforzaban a partir de la puesta de sol.
Tiró y tiró, botó, saltó, practicó su fuerza en los brazos y la agilidad. Luego de eso repitió la serie durante tres horas más, concentrándose en cada paso y los pequeños detalles que hacían que nunca hubiese logrado nada.
Y, sin poder advertirlo, llegó el atardecer.
– ¡Dios mío, he de volver, ya hace un rato que el sol se puso! - exclamó al mirar al cielo tras muchas horas de intenso entrenamiento.
Cuando se disponía a salir por patas del lugar, oyó una grave voz a los lejos:
– Quieto ahí, chico. ¡Las manos donde pueda verlas!
Pero no logró escuchar esto último. Sus piernas habían reaccionado solas ante el peligro, y echó a correr sin rumbo hacia su irremediable destino. Estuvo corriendo durante unos interminables minutos, horas, días... ¿Quién sabía?
Sus fuerzas empezaban a agotarse, ya apenas podía moverse, y cayó desplomado al suelo. Seguidamente, notó como unas rígidas manos lo levantaban instantáneamente del suelo.
– Más te vale darme una buena excusa o irás derechito a chirona – dijo, agarrándole bruscamente del cuello de la camisa.
Pero, de alguna extraña manera, Pedro no conseguía articular palabra. Su corazón latía a mil por hora, y el sudor le inundaba la cara. Al no recibir una respuesta, el policía se enfureció mucho más que antes.
– ¡Como no me digas qué hacías con ese balón de baloncesto, te juro que...!
Pero no le dio tiempo a terminar la frase, pues Pedro había desatado repentinamente su furia interior y gritaba tan alto que toda la gente del pueblo salió al balcón a ver qué pasaba.
– ¿Acaso hemos de escondernos de lo que nos gusta solo por los problemas que hace años ha sufrido esta ciudad? ¿Somos nosotros los culpables?
Al ver cómo se había quedado el policía (y todo el pueblo) al ver su reacción, Pedro decidió recuperar la compostura. Ya se veía venir una buena bronca, o, a lo peor, una temporada entre rejas... Pero no sucedió así. Al contrario, tras unos minutos de sepulcral silencio, el policía lo soltó, dio media vuelta, y comenzó a andar en dirección contraria. Todo el pueblo aplaudió al valiente chico que había devuelto la normalidad a la ciudad.
Durante unas semanas, se construyeron y reforzaron canchas de baloncesto, porterías de fútbol y material de primera calidad. Ya nunca más tuvieron que esconder su pasión por algo.
Años más tarde, en la entrevista en la que me basé para relataros esta historia, le pregunté cuál había sido su experiencia favorita tras la reconstrucción de la ciudad.
Lo más curioso – dijo entre risas - es que ninguno de mis tiros logró jamás tocar el aro.
Alberto Saez
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