El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 17)

Tras escuchar el cuento de Fermín de la Calle, los autores pasaron el resto de la noche recreándose en las posibilidades narrativas de una orla universitaria, ese obejeto formidable capaz de lograr la simetría perfecta entre lo cómico y lo fúnebre.

Antes de dormir, Emilio repaso la bandeja de entrada —"¿por qué solo él consigue cobertura?", murmuraban inquietos los autores, sospechando que la peste no era real sino una macabra trampa de sus editores para hacerlos trabajar— y encontró un correo de Alberto Arce. Lo leyó rápido, inquieto, casi molesto.

Al día siguiente volvió a releerlo, más tranquilo. La rabia de Arce era adictiva y siempre transparente. Decidió que esa noche lo compartiría con los demás:

 

VIÑA ALBALÍ, DOS EUROS LA BOTELLA
ALBERTO ARCE
De cómo a veces no hay cuento alguno

 

No llegué.

Me descompuse, me confundí, y me perdí de camino a vuestra reunión. Quizás con propósito. A nadie le gusta presentarse azorado, perplejo, tímido y muy inseguro. Menos aún, disfrazado de estallido garantizado a partir del segundo vaso.

Pero leer a June me centró. Comimos en Managua hace años. Entonces me asustó. Ella cuestionaba lo establecido. Yo me leía a mí mismo como parte de lo establecido. Ya no me siento parte de nada. Toca reconocerse. Hoy me arropa su franqueza. Convoca a un refugio que siento más acogedor que la ficción erótica, la ensoñación aventurera o el cinismo irónico: El de la vulnerabilidad. Así que, y a modo de despedida, me autorizo a no llegar y despedirme. Lanzando una batería de excusas, no mentiré, que además destilan cierto victimismo.

*

Mi ansiedad no es vírica.

Soy asmático de nacimiento. Ayer, bronquios en pito, vencí a la responsabilidad y llegué a urgencias. En medio de la auscultación resbalaron las lágrimas. Regresé a casa con valium y orfidal. La doctora me dijo que no me sintiera especial. Que no era el primero.

Mi ansiedad son 42 meses tratando de vestir una camiseta de reportero de nuevo. ¿Es poco tiempo? ¿Es mucho tiempo? ¿Es patológico?

El 16 de noviembre de 2016, justo antes del mediodía, me levanté de una silla con tanta mierda acumulada después de semanas viendo agonizar a mi padre en una UCI, que grité fuerte. Miré atrás, vi que la empatía ni rozaba las miradas que corrían huidizas a esconderse en el suelo y me fui pegando un portazo. Compré dos latas de cerveza y a falta de sindicato, le pedí a Paulina el teléfono de una abogada. 

¿A quien se le ocurre pedir el teléfono de la abogada después de pegar el portazo rompiendo la baraja?

Lo tenía ganado, me dijo la abogada, pero de bruto que soy, por el portazo, el tamaño de la sanción recibida: La expulsión de ese Olimpo de cartón piedra. En mi unidad de conteo de vida, esos 42 meses de expulsión comienzan a parecerse a para siempre.

Pasemos a otro tema, dirían tantos.

No puedo, respondo.

Ahora, quemados todos los puentes de regreso a la profesión, desnudo, sin camiseta que sudar, ya sin sindicatos, ni abogados, sí que  necesito un médico.

*

Desde que aterrizamos en Asturias el verano pasado, tripulo uno de esos barcos que salen a explorar el norte y llegado el invierno se dejan atrapar por el hielo, entregados a su suerte, confiando en que la primavera los libere allá donde la derrota los haya abandonado.

Estaba avisado de lo que me encontraría de regresar a casa.

No creo que llevara ni dos semanas aquí, debió ser el mismo día que se inauguraba la Semana Negra, gorroneando un Chester en la puerta del Ayuntamiento de Gijón. El decano de los periodistas locales me espetó, perdonándome la vida de momento, y sólo si aceptaba no molestar: “La gente como tú, aquí lo tiene muy difícil”.

Define “gente como tú”. Mi gran error es ser yo. Mi solipsismo. Tomarme demasiado en serio.

Unos días después, David, cerveza en mano y en un bar de la misma Semana Negra, me zumbó a palma abierta y con la seriedad del aparatchnik, “Bájale. Aquí nadie te debe nada, da igual lo que hayas hecho o de donde vengas”.

Recuerdo que mientras David me decía eso, se me iba la vista a la escena que se desarrollaba unos metros por detrás. Juan Carlos Monedero bailaba rodeado de La Gente de aquí. Lo bueno de los sitios pequeños es que uno conoce a La Gente desde hace tiempo.

*

No vinimos porque quisiéramos. Vinimos porque se nos acabó la visa en Estados Unidos y no teníamos otro lugar al que ir. Antes del otoño ya sabía que nadie me iba a dedicar media hora ni por la curiosidad de ponerle cara al fracaso.

Por eso lo de desconectar y darle más espacio a la güerta, que para eso la hemos abierto Manu y yo a base de lomo doblado. Por “todo esto que está pasando”, hemos dejado sin montar la cerca. Cortamos los árboles, pelamos los troncos, nos hicimos con el alambre de espino y de repente todo se detuvo.

 Él empezó a sacar fotos. Yo me quedé en casa.

Alguien tendrá que defender les fabes de mayo y los cebollines de los jabalíes.

*

El domingo Manu regresó, pero ya no fuimos a la tierra. Se pasó el día redactando un petitorio en nombre de la asociación de fotoperiodistas. Estoy contento, le puse café y pude aportar algo en el segundo punto, que dice así: “La seguridad de que los medios que pacten los servicios de colaboradores eventuales sin relación contractual estable responderán a las posibles consecuencias físicas y económicas que surjan de un posible contagio y su consiguiente incapacidad laboral durante el desarrollo del trabajo”.

Manu no tiene periódico ni agencia pero se ha juntado con otros fotógrafos y están publicando diarios del virus en Instagram. Me propone que vaya. Yo quiero, claro. Aunque sólo sea para llevarle las cámaras. Pero me muerdo los dedos y no voy. En vez de obedecer, que a veces en eso consiste escuchar a quienes te quieren, me he enquistado en mi tozudez. Me he hecho más daño aún. He escrito por enésima vez a los de siempre, ofreciendo mi trabajo. Así que me he quedado en casa.

—Me parece muy bien, hermano —sentencia Manu sin despedirse.

Otra forma de querer, más integral, es la de Sarah. Para ella no tiene sentido salir a contagiarse o contagiar sin que nadie pague un mínimo jornal por una pieza.

 —Si no es trabajo, ¿qué es? —pregunta. —¿Entras a una residencia a reportear y se lo pegas a 30 abuelos?

*

Cuando me contaste lo de finalista del premio Kapuscinski me puse a llorar. No puede ser que nadie quiera darme trabajo y al mismo tiempo me digan que sigo ahí, aparentemente siempre en la terna. Congelado en la terna. Editado a blanco y negro. Pedro me espeta:

—Eso sólo significa que eres bueno y volverás a serlo— dice.

—¿Cuándo? —respondo. —Llevo 42 meses esperando regresar.

—No entiendo por qué no te alegras —cuestiona. —Con esa actitud, es imposible, ya lo sabes.

Me doy cuenta de que hablamos idiomas diferentes y lloro de nuevo. Porque lo perdí.

*

Sigo con la excusa. Esta era esa una de esas notas que empezó telegráfica, pretendía tan sólo justificar una asistencia razonada a vuestro encierro y ya me ha envejecido un par de años por página.

A menos que me limite a hablarte de mí mismo y mis pensamientos de cocina y Viña Albalí de dos euros la botella, el bloqueo es total. No hay cuento alguno que aportar a vuestro proyecto.

La vida interior lo está colonizando todo y cuando nos conocimos, recién fundada la editorial, no me convocaste a emociones, poesías ni ficciones. Aquellos huevos fritos en terraza de mayo de 2011, recién regresado de Misrata, eran una invocación al periodismo. A salir ahí fuera y contar historias interesantes.  Fui capaz de cumplir un tiempo. Te envié el libro de Libia desde Belice en cuestión de meses y el de Honduras desde Huatulco, en México, a finales de 2014.

Luego ya no pude. Luego el resbalón, luego la caída. Una tarde fumando en un banco de Reforma, whatsapeaba con El Columnista. Me pedía consejos para proponer un viaje a El Salvador en su periódico. Cuando le envié unas fotos de cabezas cortadas que acababa de encontrarme en un agujero, me dijo que mi gran error era no escribir en pijama desde casa como hace él. Tenía razón.

    Pensé. Emprendí. Pensé que estudiar de nuevo ayudaría. Me becaron bien becado. A nadie le importaba lo que aprendiera, que daba igual seguir las reglas escritas, pelear por la mejor beca, llegar a Estados Unidos y aprender derecho, migraciones, refugio, por más que fuera el tema del año y la libreta que llevaba años rellenando. La partida nunca había pisado esa cancha, la de la formación.
      Así que me quise un rato. Me apunté a tres horas semanales de etnografía con una de esas buenas profesoras de pequeña ciudad universitaria del Medio Oeste que me hicieron tanto bien. Recuerdo que cuando estábamos a punto de irnos de Michigan, la primera vez que te propuse pasarme un estudio de campo por la conciencia me hiciste ver, con sensatez, que eso no nos interesaba y me aconsejaste que saliera a la calle.

      No estabais por la vida interior ni por el metaperiodismo.

      Te hice caso.

        Pensé. Emprendí. A la calle me fui. Me conoces, soy un tipo radical y me pasé de frenada. La calle fue un invierno en la tundra. Tenía sentido, no me lo niegues. Alaska, Cambio climático. Tunearme a mí mismo. De la violencia caribeña al Permafrost. Tampoco funcionó. Enviando copypasteados de la biblia en Yupik, habría logrado lo mismo que saliendo a reportear el Ártico. Dice más de ellos que de mí. Erré el tiro y acabé desperdiciando el año. No te entregué el libro que te prometí porque pensé que colaborando en prensa recuperaría el empleo. Me quedé sin libro a cambio de una paja mental.
            Pensé. Emprendí. Regresé a casa. A lo rural, lo vacío. Una de las cosas que he aprendido en el monte, en un curso para producir shitake, es que si inoculas mezclado con serrín y cera de abeja –nada, apenas un dedo- en un tronco de roble y lo dejas quieto y a la sombra todo el invierno, ese micelio colonizará el tronco y saldrán hongos de cada cavidad.

              El tiempo dirá si es seta barata en blíster o shitake fresco de restaurante con estrella.

              Al llegar aquí me leo llorón. No me gusto. Pero tampoco me borro. Al contrario, me reivindico. Le he perdido el pudor al fracaso.

              *

              Emilio, al menos aún soy capaz de elegir mis propias pesadillas y domesticarlas. De tanto jugar con ellas –espero– un día se me desgastarán, pasaré página y seré capaz de escribirte lo que me pidas. Por ahora, me conformo con enviar lo que tengo. Una descripción de lo que vivo en la cocina, mi campo de batalla, lo que imagino viven hoy en miles de cocinas más.

              Quizás ya no soy el reporteo que quieres que sea pero sigo siendo reportero.

              *

              Logramos simular que no pasaba nada durante un par de horas. Cenamos hablando del virus. Vimos Arte Journal Junior. Desde que Sarah llegó a casa hasta que se fueron a la cama, todo fluyó con la facilidad de una escena repetida hasta convertirse en reflejo, en respuesta automática. Está pasando otra vez y me la sé. Antes no me daba miedo. Ahora me lo da.

              —¿Están dormidos?

              —Sí.

              —Menudo día. ¿Te pongo un vaso de vino?

              —Gracias.

              —¿Vais a ir a ver a un abogado el lunes?

              —No creo que haga falta, mira el mensaje. Nos han despedido por WhatsApp, joder. Luego hemos llamado y ya no contestaba nadie.

              “Por tanto y debido a eso se va a efectuar una suspensión temporal de contratos. No es un despido. Es un parón por circunstancias ajenas debido a no poder realizar el trabajo específico de la actividad. Está recogido en el artículo 45 del Estatuto de los Trabajadores”.

              La luz se espesó. La vibración del frigorífico se acompasó al taladro de la mosca. Hay conversaciones que sólo se pueden tener mientras se hace otra cosa al mismo tiempo. Como abrir la ventana para que salga la mosca.

              —¿Cuánto crees que has hecho este mes?

              —No llego a 600.

              —Déjame mirar a mí.

              —¿Cuánto has hecho tú?

              —405.

              —¿Hay que anular la domiciliación de los recibos de las extraescolares antes del 25, verdad?

              —¿Podemos esperar al mes que viene?

              —No, no creo. Teníamos que hacerlo de todos modos. Al menos con esto ya no hace falta inventarse historias. No vamos a ser los únicos.

              —¿Lo haces tú o lo hago yo?

              —No te preocupes, vete a la cama.

              *

              Es mucho más constructivo que los niños piensen que somos una familia viajera y aventurera. Hasta ahora ha sido bonito y ha funcionado. No creo que la mentira sobreviva una despedida más. Esa palabra que le enseñaron a Selma en el Liceo Francés de Polanco, expatriados, no nos corresponde. Nosotros somos migrantes. Vagamos buscando trabajo.

              Sabemos que en cuanto acabe el curso volverán a dejarlos a todos atrás, a Amaia, a Juana, a Rita, a Gabi, a Luis, para que papá y mamá puedan trabajar. Donde toque. Sí, seguirán aprendiendo idiomas, ya nos ganan a casi todos. Sabemos que a largo plazo será bueno para ellos.

              Pero vete y explícaselo tú, mejor.

              *

              La cama es un campo de tiro. Una noche de miles de hectáreas sobre la que la que se entrena una fuerza aérea muy cabrona. Soy yo torturándome con mis propios ysis. 

              ¿Y si aquella media mañana del 16 de noviembre de 2016 hubiera salido a fumar a la terraza en silencio en lugar de encararme?

              ¿Y si, cuando perdí y resbalé y caí a cámara lenta durante tres años alguien me hubiera tendido la mano?

              De posdata pienso en una frase de Sennet que me taladra desde hace años. “Los que habían sobrevivido se comportaban como si vivieran con tiempo prestado y no sentían que habían sobrevivido por alguna razón válida”.

              La releo y la entiendo al revés que cuando comencé a rumiarla. Por fin he dejado de centrarme en la palabra razón. Por primera vez me digo, te digo, reconozco, no sabes cómo me habría gustado sobrevivir.

               

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               Alberto Arce es autor de Misrata Calling y Novato en nota roja


              Emilio Sánchez Mediavilla
              Emilio Sánchez Mediavilla

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