La receta de gazpacho de Antonio Agredano dejó en el aire un pensamiento que, de haberse alguien atrevido a expresarlo en voz alta, hubiera sonado algo así como: "qué ganas tengo de follar en la playa". Aunque, tratándose de escritores, seguramente hubiesen adornado la frase hasta borrarle toda su fuerza. No era pudor, era exceso de estilo.
Después de cenar, Fermín de la Calle insistió en explicarle al resto —sirviéndose de dados de tomate, capas de cebolla y pieles de pepino como corazas de dinosaurio— las distintas posiciones de los jugadores de rugby. Vista desde lejos, la melé sobre la mesa parecía un cuadro de Arcimboldo. Estaba empeñado en organizar un partido en el jardín, pero a los periodistas parecía darles pereza batirse a empujones sobre el campo nevado. Porque había vuelto a nevar. "No sé vosotros, pero peste y nevada a la vez yo no recordaba", se escuchó al fondo del salón. "Al menos nos está quedando un apocalipsis precioso", resumió Álvaro.
Con un soplido de cuento de lobos, Fermín deshizo la melé sobre la mesa y dijo:
— Si no queréis jugar al rugby, os contaré una historia:
"Hola Horacio. Esto que te voy a contar no se lo puedes revelar a nadie. Es de suma trascendencia y necesito que alguien lo sepa, pero debes mantener el secreto. Me va la vida en ello". Así comenzaba el SMS que acababa de recibir en su destartalado teléfono. Él no era Horacio, pero aquello le generó desasosiego, al tiempo que le despertó una curiosidad venenosa. Retiró la mirada de la pantalla y empezó a buscar, en el medio centenar de personas que ocupaban el vagón de metro en el que viajaba, a alguien que le observase con sospechosa atención. No encontró a nadie. Estaba claro: el mensaje llegó al teléfono equivocado.
Se tomó la molestia de consultar el teléfono que se lo enviaba. Un número anónimo que desconocía y no tenía registrado en su agenda. Entonces comenzó a plantearse el escenario ante el que se encontraba. No debo leer el mensaje entero porque no es para mí y probablemente me meta en problemas si lo hago, pero si no lo hago, igual a esa persona le puede pasar algo grave. Quizás deba leerlo para ayudarle. Su cabeza se debatía entre suplantar a Horacio o seguir siendo él mismo, completamente ajeno a lo que quiera que dijese aquel mensaje. Pasaban las estaciones y la duda crecía dentro de él. ¿Te gustaría que un desconocido leyese una revelación de suma trascendencia que has hecho a otra persona? ¿Y si al leerlo te metes en un problema que provoca un giro en tu vida?
Se bajó del metro, subió las escaleras de la estación y caminó durante cinco minutos hasta su casa apurando nerviosamente un cigarrillo e intentando distraerse con otros pensamientos. Pero no pudo porque aquello no dejaba de revolotear en su cabeza.
—¿Qué tal tu día?— le preguntó su compañero de piso al entrar.
—Bien, como siempre, ya sabes— respondió tratando de aparentar despreocupación.
-Oye, te ha llegado una carta. La he dejado en tu mesa— le advirtió aquel tipo barbado con el que compartía casa desde hacía un par de años.
Entró su habitación, cogió la carta y la abrió sorprendido al comprobar que no era comercial ni era documentación bancaria. Era una carta escrita a mano.
—No conozco a nadie capaz de comunicarse por carta todavía— pensó.
Y comenzó a leer: "Amigo Horacio, nada es lo que parece". ¡Joder, Horacio otra vez! En esta ocasión no pudo controlar su curiosidad y comenzó a leer el folio que tenía ante sí con la misma ansiedad con la que el náufrago devora un plato de comida tras días aislado.
"Hace tiempo que llevo dándole vueltas a esta idea. Ellos saben que lo sé, pero no saben que tú también lo sabes".
—¿Que yo sé el qué, joder?— respondió en alto como si estuviese hablando con alguien.
La situación empezaba a incomodarle. Entonces recordó que no había leído el SMS y que ahí podía estar aquello que se supone que él sabía y que ellos no sabían que Horacio sabía. Rebuscó en los bolsillos de su trenca y encontró su móvil, que había muerto por falta de batería.
Puso a cargar el teléfono y se acercó a la cocina para hacer tiempo mientras abría una cerveza.
—¿Qué cojones sabe Horacio que puede salvar la vida a quien quiera que le escriba y que los otros no saben que él sabe?
Aquello comenzaba a convertirse en una pesadilla cuando ni siquiera sabía de qué iba la historia. Consumió media lata de dos tragos, fruto del nerviosismo que le asaltaba, y comenzó a darle vueltas a la cabeza camino de su dormitorio.
Supongamos que es algo realmente trascendental. Tendré que tomar una decisión al respecto que puede marcar mi vida de una manera u otra. O quizás no sea tan importante y todo se pueda resolver con facilidad. ¿Y por qué no paso de todo esto? Al fin y al cabo yo no soy Horacio. De todas formas, se están toman demasiadas molestias para hacerme creer que soy el tal Horacio. Saben cuál es mi número y dónde vivo. No es casualidad que el mensaje llegase a mi teléfono.
Estaba absorto en esos pensamientos cuando la pantalla de su teléfono se iluminó. Volvía a la vida. Metió el PIN, dio tiempo al celular para que cargase toda la información y comenzó a transitar por el menú camino de los SMS entrantes.
Estaba a punto de darle a 'Abrir' cuando levantó la vista y se encontró con su orla de la facultad de informática de la Universidad de Murcia colgada frente a él. Sin saber por qué, dejó de prestar atención al teléfono y comenzó a rastrearla buscándose, como si nunca la hubiera visto. Tardó unos segundos en reconocerse en la esquina superior izquierda. Allí estaba su cara con aquellas gafas de pasta que le regaló su madre y su pelo alborotado. Y debajo, un nombre:
Horacio Ugartebide Pruñonosa
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Fermín de la Calle es autor de Con fina desobediencia
Emilio Sánchez Mediavilla
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