Como si me hubiera instalado a vivir en la mejor canción del mejor disco de Quique González, ayer quemé mi casa. Puede que la noticia saltase hace unos días, pero en el recuerdo las llamas siempre se prendieron ayer, al menos mientras permanecen encendidas. También es cierto que el inmueble calcinado se ubica en un barrio periférico de mi ciudad natal y que yo —aún no sé si mal que me pese o gracias a dios— vivo en Madrid, pero aunque mi autoría material del presunto crimen quede descartada, me considero responsable por incomparecencia de todo aquello que arda a menos de cien metros de mis abuelos y a más de cien kilómetros de mí. La casa incenciada, ya lo habrán adivinado, tampoco es mía. Por si se lo preguntan, ni siquiera es la casa de mis padres, sino la casa que se ve desde las ventanas de la casa de mis padres, sí, también desde la que fue mi habitación hasta que mi hermana dio un golpe de estado legítimo y me la usurpó. Han ardido sus fachadas sin enlucir, los escombros frente a las vías del tren, las vistas más frecuentes de un pasado que ya forma parte de quien no soy. Por lo visto, se me me olvidó apagar el último fósforo de la caja de cerillas llena de gogos y tazos que enterré al borde del camino para que, con suerte, un arqueólogo del futuro se ocupara personalmente de que alguien me recordase.
Al principio, en la casa en llamas —que aún no había ardido y sólo se caía a cachos— vivía una anciana sola y marginal de quien, para sorpresa de nadie, se decía que estaba loca. La verdad es que la vieja era rabuda como ella sola, un mal bicho que nos daba bastonazos e insultaba a cualquier paseante que osase caminar por delante de sus dominios. Lo peor de todo —y con esto no pretendo justificar todas las perrerías que le hicimos de chavales— era que nos pinchaba los balones con las uñas, con una agilidad digna del mismísimo Molina. En algún momento, porque no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista, la vieja se murió. La casa, que por aquel entonces ya no estaba muy católica, enfermó de abandono y pasó a la categoría de ruina. Los últimos habitantes de los que tuvimos conocimiento fueron unos gatos silvestres alimentados por otra mujer a quien, aunque por causas bien distintas, también se tildaba de loca.
La primera hipótesis de las autoridades para explicar el incendio fue la presencia de okupas en la vivienda. Por supuesto, dentro no había nada —ni nadie— aparte de un montón de basura. Seré una pirómana, no lo niego, pero no soy como ellas. Yo no estoy loca, y tampoco tuve otro remedio: si ayer quemé mi casa fue por no quemar mi vida.
Lucía Perez Oroz
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