Hay dos factores que suelen arruinar la presentación de un libro: el sol (“vaya, qué pena, es que con el día tan bueno que hace, no se ha animado a venir nadie”) y la lluvia (“vaya, qué pena, es que con el día tan malo que hace, no se ha animado a venir nadie”).
Hace quince años, en un sábado de nubes en su punto justo, conduje una hora y media desde San Sebastián hasta el Prepirineo navarro, subí un puerto revirado, bajé al fondo de un valle, crucé un bosque, subí otra carreterita construida por esclavos del franquismo en los años 40, bajé a otro valle, me colé por un desfiladero y llegué por fin al pueblo donde me habían convocado. Nada más bajarme del coche, dos mujeres me saludaron apuradas y me revelaron el tercer factor que suele arruinar las presentaciones: “Ay, mi chico, no sé si va a venir mucha gente: es que dan el Osasuna-Real Madrid por la tele”.
A mi charla sobre ‘Los sótanos del mundo’ asistieron aquellas dos mujeres y otras tres. Ningún hombre. En cualquier caso, las cinco representaban el 4,5% de la población censada en el pueblo: si yo alguna vez consiguiera atraer a esa extraordinaria proporción en mi ciudad, serían 8.235 personas y necesitaría alquilar la plaza de toros.
Hubo una época inverosímil en la que la caja de ahorros provincial pagaba generosamente a escritores, conferenciantes y demás vendedores de crecepelo para que soltáramos nuestras monsergas en cualquier pequeño pueblo que las solicitara. Algunos técnicos de cultura se desvivían por divulgar el acto con carteles y entrevistas en la radio comarcal; otros, como el dinero no salía de su presupuesto, pedían las charlas y se echaban a dormir. Literal: llegué a un pueblo de trescientos habitantes en lo alto de una montaña guipuzcoana, me encontré la casa de cultura cerrada, pregunté en el bar, el camarero me dio las llaves para que la abriera yo mismo y me indicó la casa del concejal: “Tú toca el timbre, que está echando la siesta, pero toca fuerte, sin apuro, que ese no se despierta ni con un terremoto”. Pulsé el timbre dos veces con timidez, luego otras tres con audacia creciente, espoleado por la alta misión que se me había encomendado como difusor de la cultura, y al final dejé el dedo apretando el timbre sin respiro, con escándalo, hasta que el concejal abrió la puerta bostezando y acariciándose las barbas amazónicas. “Ay, perdona”, me dijo. “Tú eres el de la charla del surf en Indonesia, ¿no?”. Entró al bar, arrancó a cuatro paisanos de su partida de mus, los arrastró a la casa de cultura y allí me puse a hablarles de los caravaneros de la sal en el Cuerno de África.
(Pues mira, al final me hicieron un montón de preguntas. Alguna incluso relacionada con la charla).
Los caminos del conferenciante de provincias están jalonados de modestos desastres. Tres señoras vinieron a escucharme a un pueblo grande de la costa; nada más empezar, dos de ellas cuchichearon, se levantaron y se marcharon porque se habían equivocado de conferencia. La librería de una capital me pagó por ir a dar una charla a la que no asistió nadie; como a esa hora jugaba el acaparador equipo de fútbol de la ciudad, me ofrecí a volver cualquier otro día sin volver a cobrar y por supuesto nunca más me llamaron. Un señor me hizo el único comentario tras mi conmovedora conferencia sobre las familias mineras de Bolivia: “Para ser un viajero, tienes los pelos mejor de lo que me había imaginado”.
Pero ninguno de estos fracasos desalentará jamás a los entusiastas responsables de comunicación de casas de cultura, editoriales y librerías, porque siempre encontrarán la manera de mostrar el acto en las redes sociales como un éxito de convocatoria: sacarán la foto justo detrás de las cinco o siete cabezas medio calvas de los únicos asistentes, recortando la desolación sahariana de las sillas vacías y sugiriendo así una sala abarrotada; o escribirán una versión maravillosamente editada de la realidad. No conozco ninguna tan habilidosa como la de aquella gran institución cultural vasca que organizó una mesa redonda en San Sebastián sobre la literatura de viajes. Acudieron cuatro conferenciantes, tres miembros de la organización y dos oyentes, solo dos oyentes: el difunto Txillardegi y yo. Al día siguiente, la web de la institución publicó una nota que terminaba con esta verdad impecable: “Entre los oyentes había escritores como Txillardegi y Ander Izagirre”.
Ander Izagirre.
Lucía Perez Oroz
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