Proseguimos con la serie “La vida de los
libros", donde nuestros autores cuentan cosas asombrosas que les hayan
ocurrido a raíz de la publicación de sus libros. Abrió fuego Raquel
Peláez, autora de ¡Quemad Madrid! (o llevadme a la López Ibor), haciendo recuento de todos los personajes de su narración que fenecieron, expiraron o se dieron de baja en el censo terrenal desde que se publicó el libro.
El invitado de hoy es Daniel Utrilla, nuestro hombre que viene del frío cargado de vodka Beluga, autor de A Moscú sin Kaláshnikov (crónica sentimental de la Rusia de Putin envuelta en papel de periódico).
El correo del @zar
Publicar un libro es como lanzar un balón a la olla. Nunca sabes sobre qué cabeza caerá. Nunca sabes a qué olla irá tu ida de olla. Sobre qué mente exacta exactamente. Nunca sabemos si la acción culminará en gol, en huy, en mordisco, penalti y expulsión, en paradón de Casillas, en zapatazo o en zapatiesta, en nariz rota, en gol en propia puerta o en tiro neutral por la entrada de un tapir en vías de extinción en el área chica.
Que no llueven balones a gusto de todos es algo que yo ya sabía de buena tinta de mis años de corresponsalía en ‘El Mundo’, y ahora lo he vuelto a comprobar tras la publicación de ‘A Moscú sin Kaláshnikov’. Desde el lanzamiento de esta crónica de las Rusias y de las Raisas envuelta en papel de periódico he quedado gratamente sorprendido por las variopintas, dispares y disparatadas reacciones que ha suscitado en los lectores lo que según mis enemigos podría pasar por un ‘milhojas’ cubierto de nieve-glasé y rebabas merengue entre líneas.
Un día que desayunaba en el Coffe Bean de la calle Pokrovka (donde habré escrito cientos de crónicas y reportajes para 'El Mundo’ y algún que otro cuento entre litros de café a 5 euros la taza) un e-mail de un doctor retirado cayó en mi bandeja de entrada como nevado del cielo (más que copo fue un capón). En la misiva aquel lector se presentaba amablemente como hincha del Atlético de Madrid y médico (profesión harto útil cuando se es forofo de un equipo tan doliente y aficionado al vendaje antes y después de las heridas). El doctor colchonero juraba haberse leído mi libro, que decía que le había gustado, si bien me recriminaba con la boca pequeña su alto contenido merengue. Y para ilustrar su gesta indigesta me recordó de buen rollo este chiste: “¿Te gusta la pintura?”, le pregunta un amigo a otro; y éste responde: “Sí, aunque a partir del segundo bote empalaga”.
Aquello fue un genial corte de manga pastelera, y me lo tragué sin rechistar ni parpadear, un poco como Bill Murray cuando engulle aquel trozo de pastel de nata en ‘El día de la marmota’. Al fin y al cabo, el médico atlético se había tragado aquel pedazo de Rusia blanca con estoicismo y sin decir ni Mou. El carácter terminal de mi madridismo yo creo que le dio pena al doctor.
En cualquier caso, mi libro había logrado vencer las defensas atléticas sin Kaláshnikov. Había logrado hacer retroceder al antimadridismo (una suerte de bosón de Higgs que mantiene unida al resto del universo futbolístico) y confieso que me gustó la camaradería del médico rojiblanco. No puedo decir lo mismo de un vejete que salió de la sala del FNAC Triangle de Barcelona, donde presenté el libro con Emilio Sánchez Mediavilla (que en calidad de editor tuvo a bien apuntarme con Kaláshnikov por debajo la mesa para que dejara de acribillar al respetable con diatribas sobre Crimea, reincorporada esa misma tarde a la madre Rusia). Lo que animó a aquel anciano a abandonar la sala profiriendo tacos en catalán (que rebotaron en el duro caparazón psíquico que conservo de mis años de arbitraje) fue la rigurosa y churrigueresca demostración de que el escudo del Madrid y el mapa de Moscú son la misma cosa desde un punto de vista metafísico-geométrico (en el libro hay un mapa ilustrativo). En mi defensa, y antes de que abandonen la sala, rescato este fragmento que acude a mi rescate, entresacado de un e-mail de un entrañable artista de Salamanca llamado Emilio Papel: “No me parece forzada la unión solapada que haces del plano de Moscú y el escudo del Real Madrid. Viniendo de ti, y después de 494 páginas de La Gran Rusia y El Gran Real Madrid, me parece obligatorio”.
Minutos antes, en la misma sala del FNAC corroboré que el humor no es una ciencia exacta, cuando espeté con ánimo cojonero que los primeros cosmonautas soviéticos no medían más de 1,60, “más o menos como Messi”, y nadie se rio, ni siquiera yo (en Madrid, Moscú y Tallín el auditorio estalló en carcajadas). Con la altura de los mitos galácticos no se juega.
Confieso que poco después de publicar el libro un aficionado del Athletic me insultó grosera y escuetamente por e-mail (yo le deseé feliz navidad: “Felices y ‘blancas’ navidades”, exactamente), cayendo en ese momento en la cuenta de que la letra no siempre con merengue entra. Pero antes de que me pillen en fuera de juego y descubran que este artículo no es sino una excusa para hablar del Real Madrid, retomo el hilo de mi lío.
Lo que me parece que quería decir es que, además de generar respuestas de todo tipo, desde piropos de largo alcance (“Estaba leyendo en la cama y me he tenido que levantar porque me desencuadernaba. Uno de mis perros me miraba extrañado”, me escribió Ramón de Gerona), hasta críticas constructivas y constructivistas (“Es lo que hay en tu libro: Retratos y más retratos de auténticos personajes novelescos viviendo su vida en su Rusia, que es su novela”), pasando por expresiones artísticas (hace unos meses recibí un dibujo de una botella de tinto con mi foto en la etiqueta donde se lee 'Bodegas Utrilla’), el lanzamiento de un libro viene a ser como el de esas señales de náufrago que se emiten al espacio exterior en busca de vida extraterreste. Genera caos y perturbaciones en la fuerza y a veces te devuelve señales inclasificables. Yo al menos he recibido una señal celestial. En concreto de Zaragoza. Fue hace unos meses. Una mujer me escribió una breve carta que empezaba en términos inquietantes y que, por momentos, me hizo pensar que era observado por el narrador omnisciente de la novela de mi vida. La mujer me decía que había nacido el mismo día y el mismo año que yo (“mira qué casual-edad”, pensé), pero la cosa iba más allá (atención Iker Jimenez), pues la lectora maña me confesó que, al poco de empezar la lectura de mi libro, se quedó patidifusa al constatar que mi abuelo había sido guardagujas en la solitaria casita de la estación del pueblecito soriano de Monteagudo de las Vicarías, donde se crió mi padre en la posguerra, ya que, precisamente allí -me escribió- había nacido su abuelo.
Tardé días en responder aquel correo. Aquella doble casualidad me paralizó. Fue algo así como verle el truco y los pespuntes al telón del 'Matrix’, rasgado por ese gato que pasa dos veces por el mismo lugar. Me quedé igual que aquella mañana de mi infancia en la que, con doce años y sin rumbo, sentí el impulso indomable de pedalear en bicicleta por los campos de Soria y después de muchas horas llegué a un pueblo que se llamaba Utrilla y cuya existencia ignoraba. Escribir es encontrarse con uno mismo. Tirar balones a la olla y conseguir que reboten en la cabeza de lectores más o menos rebotados. Y si son culés y enarbolan la bandera blanca, mejor que mejor.
Libros del K.O.
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