Hace unos años, en el salón de juegos del club de fútbol Sporting de Lisboa, un chico se pasaba el tiempo apuntando con un dardo al centro de un tablero. Los adolescentes que compartían la sala se divertían a su alrededor con el futbolín y la mesa de ping-pong. Él tenía doce años y una cara de estreñido, el ceño fruncido y los labios apretados: le daba rabia fallar. El director de la escuela, Aurelio Pereira, aún recuerda esa cara de enfadado. La misma de cuando le ganaban en ping-pong, la misma de cuando lo derrotaban en billar. El gesto irritado de un niño que no se permitía perder. Semana tras semana, el chico insistía en lanzar el dardo al centro del blanco. El ojo calibrando la puntería certera. El pulso firme y el empuje del antebrazo. Hasta que un día se volvió casi infalible. Pereira, su primer maestro, a quien el exalumno visita cada vez que pasa por Lisboa, descubrió en este acto su perfil obsesivo. Todos eran trabajadores. A ningún otro chico le importaba perder a la hora del descanso. Salvo a Cristiano Ronaldo.
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Cristiano Ronaldo, discípulo humilde, por Sabrina Duque en Etiqueta Negra (número 104, julio 2012)
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