«Inglaterra y EE.UU. ven a Rusia como un gran oso que mete el morro donde no debe», me dijo Lugovoi, protagonista de un caso que despeinó la imagen internacional de Rusia como pocas noticias lo habían hecho hasta entonces, más que los secuestros del teatro moscovita o de la escuela de Beslán, o que el asesinato de la periodista crítica Anna Politkóvskaya, tiroteada en el portal de su casa ese mismo otoño.
La imagen evocada por Lugovoi del oso ruso no está cogida al azar, sino del zar. No en vano, la primera caricatura de Rusia metida en la piel del oso se remonta a los tiempos de los zares. En concreto a 1791, cuando el dibujante inglés William Holland publicó una ilustración en la que la emperatriz Catalina II aparece representada con cuerpo de oso y gesto amenazador frente a Jorge III, sus ministros y sus obispos, uno de los cuales musita: «Señor, sálvanos de los osos rusos». En el siglo XIX, cuando Rusia e Inglaterra se disputaban el control del Asia Central y de la Transcaucasia (en el así llamado Gran Juego, término que popularizó Rudyard Kipling en su novela Kim), el oso ruso volvió a pasearse por la prensa occidental hasta que se convirtió en una imagen recurrente y agrandada en los años de la Guerra Fría (con misiles en vez de colmillos) de la que Moscú jamás ha logrado desprenderse. Cría mala fama y échate a hibernar.
A diferencia de los plantígrados de verdad, la imagen del oso ruso en actitud mordiente hiberna solo durante los deshielos (como cuando en los 80 se impuso el cándido osito Misha), o inmediatamente después de la caída de la URSS, en los 90, cuando Rusia cambió el oso por el SOS.
En un episodio de la serie Doctor en Alaska correspondiente a la temporada 1991-92, el tabernero y cazador Holling Vincoeur (John Cullum) lamenta la muerte de Jesse, un descomunal oso con el que mantenía una tensa lucha psicológica desde que lo atacó años atrás. En aquel episodio, cuya emisión coincidió aproximadamente con la desintegración de la Unión Soviética, siempre he querido ver una metáfora de la muerte súbita del oso soviético. El diálogo que Holling mantiene con Ed Chigliak (Darren E. Burrows), arrodillado ante el cráneo shakesperiano de Jesse, ilustra lo que debió de sentir EE.UU. cuando su Némesis se bajó del ring de la bipolaridad a finales de 1991:
Holling: «No fueron cazadores. Se habrían llevado las garras y el cráneo. Los huesos no están rotos. No pudo haber sido un alce. Por cómo están desgastados los molares y soldadas las suturas del cráneo, yo diría que se ha muerto de viejo».
Ed: «Siempre he creído que Jesse se iría, no sé, como Butch y Sundance [Paul Newman y Robert Reford en Dos hombres y un destino] bajo una lluvia de plomo, fotograma congelado y títulos de crédito».
Pero la cuestión es que Jesse no había muerto, pese a que EE.UU. se apresuró a enterrarlo.
En una caricatura publicada por The Calgary Sun durante el conflicto que enfrentó a Rusia y a Georgia por el enclave de Osetia del Sur, en agosto de 2008, se ve al Tío Sam leyendo la noticia sobre aquella guerra sentado en su butaca, con los pies apoyados en una gran piel de oso pardo con las siglas estampadas de la URSS. Su rostro refleja cierta inquietud sobrevenida porque parece notar que el rabo de la piel del oso se agita vivito y coleando. Durante aquellos cinco días de guerra, las caricaturas del oso ruso en la prensa anglosajona se multiplicaron como conejos.
En 2009 un informe independiente financiado por la UE determinó que el desencadenamiento del conflicto fue responsabilidad de Georgia, que atacó Osetia del Sur (donde el 80% de la población tiene nacionalidad rusa), pero para entonces la prensa occidental ya había cazado al oso ruso y el filósofo Bernard-Henri Lévy había vendido su piel en un mercadeo histérico de artículos en los que comparaba la contraofensiva rusa con el Budapest de 1956 y la Praga de 1968, y en los que exhortaba a Bruselas a pararle los pies al oso ruso «en el momento más decisivo de la historia europea desde la caída del Muro de Berlín», proclamaba en uno de ellos sin sonrojo.
Aquella exclamación de Serrano Súñer —«Rusia es culpable»— con la que en 1941 espoleó a los voluntarios de la División Azul, volvió a retumbar en el mundo y el oso fue entregado en sacrificio a los caricaturistas, que lo cocinaron en su tinta haciéndolo pasar por paloma de la paz con una rama de olivo en las fauces, aferrando entre sus colmillos el mapa de Georgia o aplastando con las zarpas ensangrentadas a un escuálido rival.
Sea como fuere, la imagen del oso ruso se desperezó y ha llegado con buen color al siglo XXI, a la Rusia de Putin. Quizá, porque —como me dijo Lugovoi— «no es que exista una nueva Guerra Fría, es que la Guerra Fría nunca terminó». Pese a que los osos son omnívoros, la Rusia de Putin ya no «traga» con todo. En las revoluciones de colores que voltearon los regímenes de las repúblicas ex soviéticas de Georgia (2003) y de Ucrania (2004), aupando a sendos presidentes antirrusos, el Kremlin entrevió una mano exterior en los levantamientos y dejó de confiar en EE.UU. como lo había hecho tras los atentados del 11-S.
Fragmento de A Moscú sin Kaláshnikov (Daniel Utrilla)
Libros del K.O.
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