abril 04, 2020

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El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 18)

Después del mail de Alberto Arce, los autores, de natural caóticos y dispersos, procedieron, como si fuesen críticos de suplemento cultural elaborando listas de navidad, a clasificiar por géneros los relatos escuchados hasta esa noche y, tras mucho negociar, llegaron, no sin asombro, a la conclusión de que las narraciones de Cercedilla podían resumirse en dos categorías: pesadillescos y eróticos. 

Fue entonces cuando Silvia Cruz se llevó la pipa a la boca, masticó la boquilla como una detective en un tablao, y comenzó a hablar:

 

 PRIMER AMOR
SILVIA CRUZ LAPEÑA
 O sobre cómo encontrar al lector ideal es mejor que enamorarse

 

 

¿Un relato de amor? ¿Cartas? ¿Un beso? Vamos a acabar jugando al streap-póker. Os diré algo: nadie va a creer que un puñado de periodistas esté aquí encerrado y ninguno haya intentando aún ligar con nadie. ¡Ah, que no somos de diarios! Claro, somos de mensual y de dominical, de crónica de largo aliento y… Unos pesados. ¿A quién engañamos? Emilio, abre un sello de ficción y déjanos en manos del reflejo y la invención. ¿Qué si caeré? Pues claro, no sé decirte que no, esa es mi ruina, corazón.

 Dime, ¿qué quieres que cuente yo? ¿Una historia? No llames a los demás, déjalos jugar a cartas, renegar de Kapucinsky (¿aún lo cita alguien en serio?), reclamar a Colombine (¡sí!) o debatir si hay que entrevistar (¿cuál es la duda?) a los de Vox. ¿Qué te cuente algo privado? ¿Personal? Ya ¿Cuánto? ¿Casi verdad, autoficción o prefieres que lo llame reportaje novelado? 

 ¿Mi primer beso? Así no seremos nunca Byron ni Mary, Emilio. ¿Bocaccio? Tampoco Bocaccio, qué más quisieras. Venga, vamos al lío. Enciende tu cigarro, yo la pipa. Échame un cable a mí y troncos al fuego. Dame una mano. Hagamos espiritismo. Mira a la chimenea, yo respiro, tú ayúdame a recordar. Ya viene… Es verano. Es el Sur, sí, a ver si crees que las carnes se le abren a una lejos de donde nació su padre. ¿Temperatura? 45 grados, era una calor jodida, Emilio, había horas del día en que no nos apetecía ni el agua de la piscina. ¿Edad? Vieja de cuna.

 ¿Que si este recuerdo huele a jazmín? No, Emilio, huele a azahar y a naranja amarga, el fruto del desamor y el que maceran las brujas para sus cosas. ¿Qué cómo lo sé? Emilio, yo digo ‘dame la mano’ y tú la tiendes: ¿qué otra prueba necesitas, corazón? Pero calla y mira al fuego, que puedo recordarlo sola, pero contarlo no. Concéntrate, dame también la otra mano, sé mi editor.

“Bailar pegados no es bailar…” ¿Lo oyes? ¿Qué esperabas a Camarón? ¿Qué quieres que te diga, Emilio? La música buena no llegaba a aquella discoteca, y con suerte, llegaba a alguna casa un par de años después de ser parida. No era lo único bueno que se nos negaba: de haber enviado pelis importantes a ese pueblo, los estrenos habrían llegado siendo ya clásicos. También era culpa del dueño del cine: solo abría en invierno y si le apetecía.

 Lo que no llegaba tarde eran los besos. Los besos eran precoces y a veces eran a la fuerza y de quien no querías. Hubo un verano tan terrible que pasó a la historia como “El Estío Frío”. A quien le tocaba se le notaba enseguida: solían ser niñas y la mirada se les quedaba perdida hasta el cumpleaños siguiente. Pero las abuelas no le dieron importancia: “Suele pasar los bisiestos”, decían y la vida, aunque más triste, continuaba.

 ¿Que cómo se llamaba él? Carlos. ¿Qué si me lo estoy inventando? Emilio, lo único que me invento yo es la suerte. ¿Qué si bailábamos? Cada día. Una vez, danzando al borde del barranco donde quedábamos al salir del colegio, se me fue un pie, me hice un esguince, él me montó en su moto y me acercó al dispensario. Fue el día más bonito de mi vida. Por eso no necesité nunca una boda, Emilio, porque la tuve esa tarde: una asistencia completa, un baile agarrao y la sensación de tener dentro de mí algo partido.

 Bailábamos sin música, ¿sabes? Bailábamos hablando. Y sin besarnos. Qué jodida es la inocencia,¿no te parece? Te convence de que no hay otra forma de afrontar la vida, aunque en verdad, funciona como el paraíso: una vez te dan boleto, no hay regreso. En la discoteca también bailábamos: sudando como animales si la melodía era bailable y un poco obligados si el ritmo bajaba. Era raro, Emilio, porque eso que hacíamos Carlos y yo tan bien a solas –bailar, hablar, observarnos– era imposible cuando otra gente miraba.

 Pero aquel día sonó “Bailar pegados” y nos dio igual… Mira al fuego, Emilio, ahí estoy yo: otro pelo, otra ropa, la misma risa sí, la misma imbécil. Es la primera vez que veo esto desde fuera, desde arriba y desde lejos. No me mires a mí, Emilio, mira al frente y ayúdame a calcular: ¿de cuánta torpeza es un cuerpo capaz? ¿Y dos? Qué bueno me pareces cuando callas, qué piadoso: ¿será por eso que corriges tan bien mis galeradas?

 Acércate, estás a punto de ver el instante que querías, la historia más de mentira —te lo has ganado– que te voy a contar nunca, Emilio. “Es como estar bailando solo…” Noto la mano de Carlos entre la cadera y las costillas: demasiado joven para que el hueco entre corazón y mi coño pareciera una cintura. ¿Qué cómo sé que es su mano? ¿Ahora eres periodista? ¡Porque lo sé! ¡Y tú! Viviste en Bahréin, Emilio. ¡En el desierto! ¡En un erial! ¿Qué podría contarte a ti del tipo de información que la piel da? 

 Reconocería su tacto aunque pasaran mil años, sonara Technotronic o la novena de Schubert. Y ahora que eres fact-checker, comprueba esto: pocas manos en el mundo dan calambre, Emilio. Suelen ser de chico flaco a quien le gusta la carne abundante de mujeres altas, chicos que te sacan dos centímetros pero parecen 20 porque son chicos que bailan y tienen manos de pájaro, casi garras: sujetan fuerte, pero no hacen daño. Estas, además, juegan al fútbol: 16 en el carné, en la camiseta, el 3.

 No, no se parece a Maldini, Emilio. Carlos es casi rubio, listo a medias, tiene la intuición sin aliñar y está a punto de besarme, así que no preguntes más. ¡No hables, memoria, dale al fast forward! ¡Ya! Fue ahí, Emilio, en esas gradas de discoteca de verano pintadas con cal. ¿No lo ves? Mira al fuego, enfoca: mira a esos dos, muertos de miedo, que han leído en algún sitio que al besarse igual el suelo se agita, pero lo que en realidad sucede tras tres caricias, dos pares de pupilas imantadas y un solo beso, es que se acaba la infancia. 

 Sí, te has dado cuenta: no es Maldini, pero es muy guapo. Y muy bueno. Y los ojos, esos ojos que le cambian de color a cada instante, según le dé la luz, según el aire… Y aún siendo así y siendo verdes, son constantes… Ya, me estoy poniendo dulce y me das miedo porque ese tropezón, Emilio, tú no me lo corriges a mí como debieras… Sacas tu lima y raspas enfados, rodeos y moralinas, pero apenas me amputas nunca una ternura. 

 ¿Que si soy afortunada, Emilio? No, pero lo parece. ¿Sabes que a la suerte hay quien la llama contexto? Yo, por ejemplo. Pero sí, quizás sí estoy bendecida. Mira, tú mismo. ¿No fue una suerte encontrarnos? Yo, hasta cuando me haces llorar, bendigo el día. No quieres hablar de esto, ¿verdad? Prefieres oírme, oírnos, leernos y apuntar tus comentarios a lo que escribimos otros en los márgenes del folio. Y ahora querrías cambiar de tema, pero… ¿Que acabe antes lo mío? Tienes razón, Emilio.

 ¿Que qué sentí? Qué bien me guías… Pues que más excitante que el beso fue el flequillo casi rubio rozándome la mandíbula. Fue un beso extenuante. Hubo tanto de todo que hasta sobraba una boca. No pongas esa cara, ¡conozco esa cara! Has visto mis nudillos y quieres que saque el puño entero. Pero hoy no hay golpe de efecto, Emilio, no hay contraste. No fue torpe, imperfecto y desgarbado y a la vez un sueño. No, Emilio, ese beso no fue ni doloroso ni bello: solo andadura.

 Sí, claro que es normal lo que ves ahora. Dos no-niños en un bordillo, hombro con hombro, sosteniéndonos el uno al otro sin utilizar las manos, mirando cómo bailan los demás porque eso es ser novios: sentarse a quererse, encender la tele, el inicio del final.

 Hasta aquí la respuesta a tu pregunta. ¿Qué más quieres? ¿Mi último beso? Me tomas el pelo y tocas hueso. ¿Fue antes o después de la epidemia? No quiero acordarme, Emilio. ¿Por qué quieres ahora ponerme triste? Habla tú ahora, ven, cámbiame el sitio. Siempre quise saber cuándo descubriste que Carla era un dragón. ¿Fue en el desierto? Va, cuéntame, si nadie escucha, ya duermen todos… ¿Que quién vigilará el fuego? Yo. ¿Que si sabré? Va, Emilio, tú sabes que leer es escribir de otra manera, un cante de ida y vuelta corrector. Es tu turno, dale, cuenta, que yo me encargo de la leña y los renglones, corazón…

 

Sigue leyendo el capítulo 19

 

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Silvia Cruz es autora de Crónica jonda y Lady Tyger