marzo 19, 2020

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El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 6)

La noche anterior, tras pronunciar Uzcanga la última frase de su relato, escucharon un extraño estruendo metálico procedente del pueblo al otro lado de la montaña. "Las trompetas del Apocalipsis", dijo alguien. Sin conexión a internet (les daba miedo caminar de noche hasta el castaño), el coro de periodistas se entretuvo especulando sobre el origen de aquel ruido. Nadie acertó.

Al día siguiente, entre los wasaps que le llegaron a Emilio, hubo uno, de su amigo Luigi, que describía a la perfección la cuarentena de un padre teletrabajando: "hoy he visto un puerro en mitad del pasillo y ni siquiera lo recogí". El nihilismo del agotamiento.

Por la noche, en el salón, con el coro de periodistas en silencio, a Emilio le llegó por wasap un audio de voz de June Fernández. Supo al instante que se trataba de un cuento enviado desde Bilbao. Anunció al grupo su descubrimiento y, antes de colocar el móvil encima de la mesa y reproducir su contenido, Ander Izagirre compartió en voz alta una de sus bromas favoritas:

—¿Sabéis que el segundo apellido de June es Casete? Cuando su madre estaba embarazada, estaba en-cinta. 

Luego apretaron el play:

 


CAPÍTULO 6:
REWIND: CONFESIÓN DE UNA MADRE ASUSTADA
JUNE FERNÁNDEZ
De cómo las madres tienen siempre la razón y de cómo la 'h' no es una letra baladí

 

 

Queridas, queridos:

No he podido sumarme al encuentro de Cercedilla porque tengo una bebé que acaba de cumplir cinco meses, y en su corta vida ya la he arrastrado a demasiados planes extenuantes fuera de Bizkaia.

En casa estamos todas bien. Nos acabamos de mudar a un pueblito coqueto y progre. No es ninguna tortura estar confinadas en nuestro piso luminoso, recién reformado y con terraza. La cuarentena nos ofrece más tiempo para ordenar los libros, colocar los estores y colgar los cuadros. Sentimos el calor de las vecinas, que nos ofrecen ayuda, nos dan conversación en la cola de la panadería y nos invitan a secundar caceroladas feministas.

Cuando salimos a hacer las compras no nos chocamos con una fila de amenazantes lecheras de la Ertzaintza, como está ocurriendo en la calle San Francisco, el barrio-gueto de Bilbao que habitábamos hasta ahora. Aquí solo hay una patrulla llamando la atención a ciclistas, a montañeras y a peregrinos.

Susanna trabaja en casa y yo estoy de excedencia, así que nuestra rutina en realidad no ha cambiado más que por tener que interrumpir las caminatas entre baserris, huertos, burritos y ovejas latxa. Pero el pueblo es tan bonito que no nos aburrimos de contemplarlo cuando bajamos a la pescadería o a la frutería. Tampoco nos agobiamos con la pequeña, porque Odei no está todavía en edad de subirse por las paredes, y Tótem está encantado de que no salgamos de casa.

En definitiva, nos sentimos en paz, nos sabemos privilegiadas y damos gracias por el momento en el que nos ha pillado la peste.

Me da pena no estar en Cercedilla y me gusta leeros cada mañana así que pensé en mandaros alguna historia por carta. Dada mi incapacidad para escribir ficción, pensé en narraros escenas cotidianas de mi antigua vida en San Francisco, pero la inevitable carga social de un relato de ese tipo no pega en absoluto con el espíritu del Dekomerón.

El caso es que cuando he leído el relato de Daniel Utrilla sobre las señales y las sincronías inquietantes he sentido la necesidad de contaros algo que me perturba. El texto de Enrique Ballester sobre su hija me dio el empujón definitivo y me animó a usar este medio de comunicación noventero: grabarme sobre el único casete que conservo, el de La Onda Vaselina. Os envío mi desahogo íntimo en una cinta, cual mensaje desesperado en una botella.

Porque he mentido al deciros que nos sentimos en paz.

*

Odei germinó en mi vientre con el sexto intento de inseminación artificial. Durante las primeras betaesperas recurrimos a la tradición afrocubana e invocamos a Yemayá, la diosa yoruba de los mares, que ayuda a que los embarazos lleguen a buen puerto. No nos hizo caso así que probamos con Ochún, diosa de la fertilidad. Fuimos a un río a pedirle y parece que nos escuchó.

Cuando el test de embarazo dio positivo, Odei todavía no se llamaba Odei. La llamamos Sita, la embrionsita. Tardamos unos meses en ponernos a pensar nombres. Nos gustaba Jana, un nombre catalán como Susanna, presente también en más lenguas, que se nos antojaba elegante y cosmopolita. Pero presentaba dos grandes inconvenientes: mi incapacidad (y la de la mayoría de vascos y vascas) de pronunciar bien esa jota y que “jana” en euskera significa “comido”, lo que convertiría a nuestra hija en presa fácil de bullying.

Hodei significa nube y, aunque a Susanna le pareció original, aquí está muy de moda. De eso nos dimos cuenta después, cuando comprendimos que escucharlo todo el rato cuando pasábamos cerca de unos columpios no era una señal sino pura estadística. Es uno de esos nombres que nos gustan a las feministas euskaldunes porque no tiene marca de género, al igual que Lur (tierra), Amets (sueño) o Iraultza (revolución). Yo tuve una compañera en el instituto que se llamaba Odei, sin hache. Era bajita, con cara redonda, estética siniestra y fama de bruja. Susanna siente debilidad por los nombres que empiezan por O, como Olivia u Otto. Así que decidimos prescindir de la hache.

Tecleamos Odei en Google y descubrimos que no es simplemente una nube con falta de ortografía: se remonta al siglo XII y es como se ha nombrado en la mitología vasca a la deidad de las tormentas y de la naturaleza. Leímos en el portal Bekia Padres que los hombres y mujeres con este nombre suelen ser personas extrovertidas pero “de carácter tormentoso e irascible, que llevan mal que no se les dé la razón y pretenden imponer su punto de vista”.

Nos preguntamos entonces si la elección del nombre moldea al feto hasta el punto de determinar  su físico y su personalidad. A Jana nos la imaginábamos como una adulta interesante y atractiva.  A Odei, en cambio, la visualizábamos como una niña rolliza y sonrosada, con un flequillo feo pero entrañable. Una morroska que encajaría en nuestro pueblo abertzale. Nos inquietó un poco esto del carácter tormentoso e irascible, pero nos dijimos que no somos tan supersticiosas, por más que montemos altares a las orishas.

A mi madre no le gustó la elección del nombre. Me dijo que las nubes son grises y tristes. Que por qué no le poníamos algo más alegre y primaveral, como Lore, que significa flor. Le contesté que mis nubes son algodonosas, acompañan al sol y nos invitan a bucear entre ellas o hacer paddlesurf aéreo como Songoku.

Debí seguir su consejo.

*

El 16 de octubre, cuando las contracciones de parto empezaron a hacerse insorportables, una voz interior me dijo que pusiese en Spotify la música de Petrona Martínez. En mi piso de San Francisco, me entregué con los ojos cerrados a una danza ancestral y frenética guiada por la percusión afrocolombiana.

Changó, que en la santería sincretiza con Santa Bárbara, es el orishas de los tambores. También es la deidad de los rayos y de los truenos. Como Odei.

Llegué al hospital tan dilatada que pude sortear la tentación de la epidural y tener el parto natural, íntimo y salvaje que anhelaba. En el paritorio, rugí cual osa parda, con tal determinación y fiereza que tardé solo cuarenta minutos en expulsar, de cuclillas entre Susanna y la matrona, a un bebé que me miró con unos ojos extrañamente abiertos y curiosos.

Afuera llovía a mares pero para mí afuera no existía, solo me importaba mi cachorrita sabia, que supo subir por mi tripa como un renacuajo y aferrarse con determinación a mi teta izquierda, que es la más generosa.

A la noche siguiente pusimos la televisión en la habitación del hospital para reconectarnos con el mundo y nos encontramos con imágenes de barricadas y balas de goma. Eran las protestas de Barcelona que mutarían después a tsunami democràtic. Como buenas progres, nos hizo ilusión esta sincronía: “Esta niña será una revolucionaria”, nos dijimos.

Llegamos a casa y no paraba de llover. El 22 de octubre el Departamento de Seguridad del Gobierno vasco elevó a alerta naranja el aviso por lluvias fuertes y persistentes. El 4 de noviembre la borrasca Amelie golpeó con saña el Golfo de Bizkaia con sus vientos huracanados. El 13 de diciembre Aemet activó la alerta roja ante la previsión de olas de nueve metros en la costa vasca. Eso en lo que respecta a nuestro territorio, pero recordemos que la gota fría, la ciclogénesis y la borrasca Gloria hicieron estragos durante todo el otoño y el invierno en el Mediterráneo.

Cuando veíamos esas noticias por la tele o nos atrevíamos a salir a dar un paseo y el viento huracanado zarandeaba con fiereza el carricoche sin que Odei se inmutase, bromeábamos: “¿Tendrá ella algo que ver en esto? ¿Igual llamamos a la desgracia al bautizarla como la deidad de las tormentas?”

Pero sería muy egocéntrico y magufo creer algo así.

Durante el día, la gente se maravillaba con lo apacible y sociable que era Odei. En cambio, de noche se pasaba dos horas berreando sin parar, roja como un tomate y con lágrimas de pura rabia. Nos dijeron que es normal, que a eso se le llama la hora bruja; los bebés se desfogan al anochecer para soltar el estrés de la sobredosis diurna de estímulos.

Pero yo no podía dejar de recordar el augurio del portal Bekia Padres: “De carácter tormentoso e irascible…”

*

Con la llegada de la primavera, Odei se ha convertido en una niña rolliza y sonrosada como un algodón de azúcar. Su sonrisa luminosa recuerda al bebé-sol de los Teletubbies. Su tipillo robusto sugiere un futuro prometedor como levantadora de piedras y sus puños redondos son aptos para jugar a pelota. Mi madre le regala vestidos de florecillas con los que parece travestida. Acertamos con el nombre, o el nombre la hizo así, no sabemos.

En Madrid, una amiga le regaló unas pelotas de colores diseñadas para estimular sus capacidades sensoriales y psicomotrices. A una de ellas, rosa fucsia y llena de protuberancias, la bautizamos ingenuamente Coronavirus cuando esa palabra solo evocaba una misteriosa enfermedad de la China. La empezó a succionar compulsivamente en cuanto se la ofrecimos y ya no la ha soltado.

Recordemos que el primer foco de Covid-19 en la península ibérica se detectó en Madrid y el segundo en el País Vasco.

Odei cumplió cinco meses justo el día en el que el Gobierno decretó el estado de alarma.

Es cada vez más potxola y ya ríe a carcajadas. A veces, cada vez más, me parece que su risa adquiere cierto tono trémulo. Jojojojo.

Últimamente le divierte estornudar y se provoca la tos entre risas, sin taparse con el antebrazo ni con un pañuelo, claro. A eso se suma que por las noches vuelve a estar irascible como esas semanas de vientos huracanados.

Anoche, mientras me daba patatadas entre berridos, afuera el sirimiri tornó en lluvia torrencial y en la radio anunciaron una subida exponencial en el número de personas infectadas.

Entonces pude poner palabras a mi miedo:

He parido un arma de destrucción masiva.

Si la oficina del registro civil está abierta, mañana iré sin falta a ponerle la hache a su nombre para que solo sea una nube algodonosa y apacible.

O mejor, a llamarle Lore, como quería mi madre.

 

Sigue leyendo el capítulo 7

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June Fernández es autora de 10 Ingobernables