Capítulo1: LA COARTADA ORTOGRÁFICA
GALDER REGUERA
De cómo escribir mal a veces te salva el pellejo
Yo debía de tener en torno a doce años, uno más uno menos, y estaba enamorado. En aquel tiempo, en mi clase se puso de moda el intercambio epistolar de corte romántico. A alguno de los otros chicos le debió de funcionar el declararse por carta, o algo así, y toda la tropa de cobardes enamorados de mi curso —raza que abunda en todo colegio— nos animamos a seguir su sendero.
Ella estaba en mi clase y se sentaba tres pupitres delante del mío. Se llamaba A., tenía los ojos azules, gafas grandes y rojas que recordaban a las de las azafatas del “Un, dos, tres…” y el pelo rubio peinado en dos coletas que caían a los lados en perfecta simetría, como los dos extremos de un telón abriéndose. Lo que se desvelaba era un cuello blanco y perfecto, que yo conocía de memoria y que hacía que mis notas se hubieran resentido, aún más, en los últimos meses, tiempo que había pasado desatendiendo a mis profesores por culpa de aquella suerte de inédita fuerza gravitatoria que hacía que mi mirada no pudiera desprenderse de esa nuca, de ese cuello, que era el objeto de mis ensoñaciones, de mi primer deseo y hoy es uno de los pocos recuerdos bellos de mi época en aquel colegio. Animado por la promesa de poder besarlo —nunca había besado a una chica y mucho menos en el cuello— decidí testar mi capacidad literaria en una carta dirigida a ella.
Nuestro profesor de literatura solía decir que para escribir bien hay que hacerlo como si nuestra vida dependiera de ello. Así afronté la tarea, porque así lo sentía de verdad. Para mí era una cuestión de vida o muerte. Durante varios días me debí solo a aquella carta. En clase mis profesores me creían concentrado en raíces cuadradas, ríos de España, reyes Godos, sin levantar la mirada del cuaderno. En casa mis padres me veían hacer los deberes y celebraban que por fin me hubiera centrado. Pero en realidad estaba intentando emular a los grandes poetas de la antigüedad, convocando a las ninfas. Incluso en el recreo, mientras mis amigos jugaban a fútbol, yo soñaba nuevas metáforas capaces de hacer estremecerse a la misma roca. En casa, durante la noche, me asomaba a la ventana esperando que el cielo estrellado se dignara en inspirarme versos dignos de ser rubricados con un beso de ella.
Volqué todo mi corazón en aquellas líneas que, por suerte, hoy no puedo leer. Están perdidas, y es mejor así, pues de ese modo su recuerdo permanece inmune a la realidad. Me gusta pensar que eran párrafos de encantadora literatura epistolar, capaces de transmitir a quien los leyera el enorme amor que sentía por ella.
El caso es que escribí y escribí y tras unas cuantas jornadas como efímero, prematuro e interesado poeta, di la carta por finalizada. La releí varias veces, algunas en voz alta. Me dije que si ella me escribiera eso a mí, me echaría sin dudarlo en sus brazos. Después, caí en la cuenta de una trivialidad: ella era ella y yo era yo. Ella era bella hasta tal punto que toda su consciencia estaba determinada por ese hecho. Era y se sabía hermosa. Yo no era feo, ni mucho menos, pero no gozaba de esa suerte de don por el cual las chicas te ven como alguien atractivo, ese toque incomprensible que hace que pases de la inmensa legión de nadies a ese pedestal ocupado por uno o dos niños con suerte cuyo nombre está escrito rodeado de corazones en las carpetas de las compañeras de clase.
Sin embargo, justo en el momento de firmar la carta, me dio por pensar en las consecuencias de lo que iba a hacer y me dominó el terror a su indiferencia o rechazo. Cualquiera de las dos posibilidades eran escenarios que no podría soportar. Me di cuenta de que entregándole aquella carta quedaba en la situación de inferioridad del que declara su amor sin tener seguridad en la respuesta, en la situación entre ridícula y espantosa de quien está desnudo frente a otro vestido con abrigo de piel. Pero, por otro lado, la carta había de llegar a su destino, pues estaba seducido por la remota posibilidad de que fuera la llave a un amor de novela.
¿Qué hacer?
Decidí mandar la carta, pero dejar una vía abierta para una posible huida. La firmé, sí (pues un anónimo no abría la posibilidad de besar su cuello), pero la firmé con intencionada falta ortográfica: “Galder Regera”.
Al día siguiente, cuando todos habían salido del aula camino del recreo, me acerqué a su mesa y dejé ahí el sobre que contenía mi primera declaración de amor. Me santigüé —siempre he sido un creyente interesado— y salí al patio. Allí volví a jugar fútbol, pero mi mente estaba muy lejos del balón, y ya se sabe que los futbolistas, como los escritores, necesitan de una gran imaginación para poder desarrollar bien su tarea. Así, fue comprensible, para mí, que en aquel recreo determinado por qué sucedería más tarde, jugara mucho peor que lo habitual. Era muy malo ya de por mí, pero la incompetencia no tiene límites.
Sonó el timbre. Volví al aula con el corazón a punto de estallar, y no por el esfuerzo realizado en el campo de juego. Mis amigos discutían intentando aclarar quienes iban ganando en la liga ficticia de dos equipos que se desarrollaba cada año. Yo no tomé parte en la discusión, poco me importaba en ese momento la victoria o derrota deportiva. Atendía asuntos mucho más urgentes.
Cuando entré en clase, ella tenía mi carta en sus manos y leía. Me senté en mi pupitre, aterrado. Ella se giraba de vez en cuando y me miraba con ojos que yo entendía de desprecio ilimitado. Yo evitaba su mirada, pero ya me temía lo peor. Finalmente, se levantó de su silla, y se acercó a mí. Como si portara en la mano una citación judicial o una ofensa, y yo fuera el denunciante o el ofensor, me preguntó, con ensayada altanería:
— ¿Se puede saber qué es esto?
Disimulé como nunca hasta entonces y como tantas tendría que hacer después en mi vida. Cogí la carta con fingida indiferencia e hice como si leía, como si no supiera de memoria qué era exactamente lo que contenía, como si cada palabra escrita con cuidada caligrafía no me recordara el momento preciso en el que fue trazada y no me hiciera revivir, pero ahora con el amargo sabor del desamor, la esperanza con que fue concebida.
— Una carta, por lo que parece –respondí finalmente.
— Pues que sepas que no tienes ninguna posibilidad conmigo, pringado —dijo, sonriendo cruelmente.
Después añadió un “más te gustaría” que revelaba la jerarquía en la que creía vivir, y de hecho vivía, en la que yo era alguien muy por debajo de ella, que no tenía posibilidad ninguna de acercarse a su pedestal. Un fiel reflejo de la realidad, en cualquier caso.
Me puse en pie. La miré fijamente a los ojos. Sentía un terrible dolor en el pecho. Me temblaban las piernas y por un momento creí que me iba a desmoronar. Pero saqué fuerzas de donde no las había. Forcé una sonrisa y decidí tomar la salida planeada e intentar revertir aquella situación tan temida y en la que me sentía tan humillado.
—Mira, bonita —dije—, no sé quién demonios habrá escrito esto. Pero yo no he sido. Mi apellido se escribe “Reguera”, con “u”, no “Regera”. Y no soy tan tonto de no saber escribir mi propio nombre. Supongo que será una broma que te ha gastado alguien, pero no yo. Así que no seas tan gilipollas y lárgate antes de que te cruce la cara de una bofetada.
Ella me quitó la carta de las manos con un gesto rápido y observó el detalle que le acababa de revelar. Su mirada fue del papel a mis ojos una y otra vez, hasta que se puso roja como un tomate —sé que la metáfora está gastada, pero es que así fue exactamente, como un tomate—, me pidió perdón con una voz casi imperceptible y volvió a su sitio con el rabo entre las piernas. Allí, y mientras yo la observaba a punto de estropear mi coartada ortográfica echándome a llorar delante de toda la clase, ella releía la carta. Se giró, mirándome una última vez. Yo, ignoro por qué, le guiñé el ojo y le sonreí. Con la mirada aún en mí, negó con la cabeza, dijo algo entre dientes, estrujó la carta y desde su pupitre lanzó un triple perfecto, encestando mis metáforas, mi alma, el amor que por ella sentía, en la papelera.
Alguien alabó su destreza baloncestística justo cuando entró el profesor en el aula. Tocaba clase de literatura. El maestro ordenó que nos sentáramos y comenzó su lección con una perorata sobre lo terriblemente importante que era saber escribir bien. Recuerdo que dijo que las palabras tienen un poder infinito, que bien usadas eran capaces de todo, incluso de lo que parece imposible. También que no hay nada peor que las faltas de ortografía, que dejan al autor en mal lugar.
Ahí dejé de escuchar. Observé con sensación de última vez el cuello de A., imaginando que se cerraba el telón que formaban sus coletas y después miré hacia la papelera, donde el primer texto que había escrito con el corazón en mi vida yacía, entre chicles mascados, papeles de aluminio y lápices rotos, convertido en basura.
----------