Primer round: Miami Beach, 1964
Buenas noches, damas y caballero, bienvenidos a Miami Beach.
Procedente de Louisville. Kentucky, con calzón blanco de franjas rojas, el campeón olímpico de pesos semipesados y aspirante a título mundial de todos los pesos Cassius Clay.
(abucheo ensordecedor del público)
Y procedente de Denver, Colorado, su oponente. Calzón blanco de franjas negras el campeón del mundo de toso los pesos…Charles…Sonny…Liston
Eres un bocazas, Casius. Y un narcisista y te mereces una buena ostia que te baje los humos, niñato engreído, bufón con músculo y sin cerebro. Todo el mundo te odia y nadie da un duro por ti esta noche del 25 de febrero de 1964 en Miami Beach. Ni siquiera tu extravagante grupo de patrocinadores de tu Kentucky Natal, entre los que hay criadores de caballos, vendedores de whisky y gerentes de fábricas de golosinas. Las mejores plumas del periodismo estadounidense llevan semanas compitiendo por lanzarte la metáfora más destructiva. Te tienen ganas. Te vas a tragar el puño de Liston, dicen. Vas a durar 3 segundos, dicen. Tendrás suerte de no acabar en el hospital, dicen.
Tu rival esta noche, Sonny Liston, te ha elegido como aspirante al título de pesos pesados porque te ve como el púgil más asequible. El más tonto y el más débil. Liston no ha estudiado a fondo tus peleas, pero lleva meses oyendo tus bravuconadas en la prensa, en la tele, en el casino de Las Vegas en donde Liston te soltó un bofetón en público que te dejó temblando, en la puerta de su casa a donde acudes con un autobús pintarrajeado para llamarle oso perezoso y anunciarle que le vas a hacer trizas. Nadie intuía que había método en tu fanfarronería (“conseguí que Liston pensara que yo no era más que un payaso”).
Parece que nunca en la historia del boxeo fue el K.O. fue tan previsible. Las apuestas están tan descompensadas que ya no se aceptan tanteos en tu contra. Solo tu amigo Malcom X está seguro de tu victoria, pero el organizador del combate le obliga a que se marche de Miami para no dar mala imagen. Esa mañana, en la ceremonia de pesaje, te ha dado un ataque de histeria (luego se sabrá que fingido) y el médico de la organización ha estudiado el camino más rápido al hospital más cercano y ha hablado personalmente con los médicos de guardia para asegurarse de que esté todo preparado cuando te trasladen desde el ring al hospital al borde de la muerte. No todos piensan que Liston te va a destrozar, según se acerca la hora del combate crece el convencimiento de que huirás de la ciudad sin subirte siquiera al ring. Se anuncia una carnicería, un espectáculo bochornoso. Pero lo cierto es que, en las horas previas al combate, duermes plácidamente y tu único miedo cuando esperas en los vestuarios es que la mafia, valedora de Liston, te haya envenenado el agua.
El problema no es que seas negro: eso tampoco importa en un deporte que se introdujo en Estados Unidos gracias a los combates de esclavos organizados por los dueños de las plantaciones sureñas (no me baso en Djanjo desencadenado, sino en David Remnick).
El problema es que eres un negro inclasificable. En aquella época se podía ser un negro delincuente temible como Liston o un buen negro servicial y callado como Joe Louis o incluso un negro defensor de la integración tan del gusto de los liberales blancos y admirado por Kennedy, como Floyd Patterson. Pero nunca un negro engreído. Por si fuera poco, se rumorea que formas parte de la Nación del Islam, una organización bastante desconocida para el gran público, pero que la prensa define como el reverso negro y musulmán del Ku Kux Klan. Por una vez, la América segregada está de acuerdo en algo: todos quieren que gane Liston. Mejor un terrorífico delincuente que un musulmán narcisista que reza a Alá en una esquina del cuadrilátero, mirando a La Meca con los guantes puestos.
Miami Beach, 25 de febrero de 1964. Primer asalto: bailas por el ring dando vueltas alrededor de tu contrincante y lo haces con esos saltitos vacilones, desesperantes, eléctricos, mezcla de liebre y bailarina, que te harán famoso y inspirarán esa definición genial de Archie Moore: “es como alguien que escribe maravillosamente pero que no supiese poner los puntos y las comas”. Te limitas a jugar y a desesperar al rival, poniendo más energía en defenderte que en golpear porque sabes que no son los golpes recibidos, sino los golpes fallidos, los que más desgastan. Eres una mole pesada, pero te cimbreas para alante y para atrás y para los lados como si tu cuerpo fuera un caña de bambú con reflejos de samurai. Segundo asalto: Liston ha perdido la paciencia y falla un gancho de izquierda que deja las cuerdas del ring temblando como una descarga de humillación. Tercer asalto: le abres una brecha a Liston debajo del ojo. Cuarto asalto: te empiezan a escocer los ojos y solo eres capaz de ver formas borrosas; tu entrenador sospecha que Liston ha impregnado sus guantes con un aceite que produce escoceduras. Te entra pánico. Queda un minuto y medio y quieres abandonar. “No pares de correr”, te ordena tu entrenador Dundee. Y corres por el ring como si te fuera la vida en ello. Porque te va la vida en ello. Quinto asalto: has resucitado y ahora vas a destruir a Liston, al que sometes a un catálogo de jabs, combinaciones, ganchos de izquierda y uppercuts de derecha. “Ya te tengo, mamón”, piensas. Sexto asalto: no hay sexto asalto. Liston escupe el protector de dientes y le grita a su entrenador.“Hasta aquí hemos llegado”. Y tira la toalla.
Enloquecido, le gritas al público y a la prensa y al país: “Soy el rey del mundo. Ahora os tragáis vuestras palabras”.
Y la prensa se comió sus palabras aquella noche y la noche del 25 de mayo de 1965 cuando volviste a derrotar a Liston en el combate de revancha celebrado en Maine. Le fulminaste con un meteorito invisible en el primer round. A aquel golpe lo bautizaste como el golpe del ancla, y como todo suceso sobrenatural, se puede describir con palabras, pero es imposible de ver. Liston cae fulminado ante el asombro del espectador, incapaz de distinguir el puño de Casius.
“Al final comprendí que yo no era más que un boxeador y que él, en cambio era la historia”. Palabra de Sonny Liston
Segundo round: Malcom X con guantes
Para disgusto de tu familia y espanto de la América cristiana renunciaste a tu nombre de gladiador: Cassius Marcelus Clay. Así se llamaba el dueño blanco de tu tatarabuelo esclavo, un luchador abolicionista que liberó a tus antepasados. Pero tú no mendigabas la libertad ni le debías fidelidad a tus antiguos dueños, por muy progresistas que hubieran sido. En su lugar, elegiste Muhammad Ali y declaraste abiertamente tu apoyo a la Nación del Islam, lo que te convirtió en enemigo público y en objetivo de la CIA. Cuando fuiste llamado a filas para luchar en Vietnam, recurriste a otra variante de tu golpe de ancla: te declaraste objetor de conciencia y recorriste el país hablando en contra de la guerra en una época en la que el movimiento pacifista era un ovni imposible de avistar. Utilizabas contra el Gobierno el mismo lenguaje fanfarrón que utilizaba antes de subir al ring: “Tío, no tengo nada contra esos Vietcong”. Te despojaron de tus títulos, te quitaron la licencia para boxear, te condenaron a cinco años de cárcel y a una multa de 10.000 dólares. Solo un tribunal fue capaz de poner fin a tu racha de 29 victorias seguidas, 22 de ellos por nocaut.
Fuiste el Malcom X con guantes, aunque luego te distanciaras de él y guardaras un miserable silencio (del que luego te arrepentirías) cuando fue asesinado. Algunas de las ideas de la Nación del Islam eran delirantes (esa cosmología de platillos volantes, ese racismo a la inversa), pero tú siempre elegías lo que te interesaba y rechazabas lo demás. Más allá de las contradicciones y el despotismo de tu nuevo guía espiritual, tu actitud fue un ejemplo porque para muchos jóvenes como Jim Nelson representabas “el desafío contra la obligación de ser un buen negrito, de ser un buen cristiano en espera de recompensa por parte del proveedor blanco. Nos encantaba Ali porque era tan bello y tan poderoso, y porque decía muchas groserías . Pero también ejemplarizaba muchas de las cosas que los negros sentían en aquella época: nuestra cólera, nuestro sentido de la justicia, la necesidad de ser mejor solo para alcanzar la media, la sensación de estar enfrentado a las furias”.
Fuiste el quinto beatle del boxeo. Un día te fotografiaste con ellos en el gimnasio de la calle quinta. Llegaste con retraso para desesperación de George Harrison, y les dijiste: Hola Beatles, tendríamos que hacer una gira juntos, nos haríamos ricos. Para a foto amagaste un golpe con el que los derribabas como pieza de dominó.
- No sois tan estúpidos como parecéis
- Tú en cambio, sí, replicó Lennon, sonriendo.
Tú no sabías mucho de música, y los chicos de Liverpool no sabían nada de boxeo, pero de alguna manera pertenecíais al mismo mundo. Estabais hechos del mismo carisma con el que se construyeron los Kennedy, Lennon, Elvis Presley, Bod Dylan, Luther King, Malcom X y los iconos de los 60. Eso lo sabían hasta tus peores enemigos, como el periodista Cannon, al que amargaste la vida con tus victorias, y que dejó escrito: “Clay es parte del mismo movimiento que los Beatles, encaja perfectamente con esos cantantes que nadie logra oir, y con los punkys montados en sus motocicletas, y con Batman y con los chicos de melenas sucias, y con las chicas con aspecto de no lavarse nunca, y con la rebelión de los estudiantes, y con los pintores que copian etiquetas de sopa, y con los vagabundos que se niegan a trabajar….”.
Tercer round: Zaire.
Para ser un mito hay que hacer de lo extraordinario una rutina. En la narrativa del héroe la derrota es solo la antesala de la resurrección. A la victoria de Miami, al meteorito de Maine y al episodio de Vietnam le faltaba una colofón más impactante que tu discreto regreso al boxeo en 1970 y tu derrota contra Frazier en 1971.
El golpe de guión final exigía vencer el combate del siglo que se celebraría en Zaire en 1974 ante el rival más formidable de la historia: George Foreman que había ganado 40 combate seguidos. La banda sonora corrió a cargo de B.B King y James Brown y las gargantas de 60 mil personas abarrotando el estadio nacional de Kinshasha a las tres de la madrugada.
Decían que estabas viejo, pero a diferencia de Miami, no eran tus enemigos quienes daban por hecho tu derrota, sino también sus bardos más fieles como Normal Mailer. Pero estabas en plena forma. En una de las primeras ruedas de prensa, brillaste de nuevo con una de tus brillantes declamaciones a ritmo de rap. Dijiste: “luché contra un cocodrilo. Me pelee con una ballena. Esposé rayos y truenos en prisión. Solo en la última semana asesiné a una roca, herí a una piedra, hospitalicé a un ladrillo. Soy tan vil que hago enfermar la medicina. Un tipo malo, malo, rápido: anoche apague la luz del dormitorio, le di al interruptor y estaba en la cama antes de que la habitación estuviera a oscuras”.
Ganaste.
Después del combate, DC Comics te dedicó un número especial en el que te enfrentabas a Superman.
Y volviste a ganar.